– Juan Gabriel Satti Bouzas –
«Geneuera fingendo una gran valetudine pregó Peregrino che gli volesse satisfare un voto di
sancta Catharina in finibusterre, onde Peregrino accetó la exhortazione».
Esta cita pertenece al romance de inspiración clásica, “Il Peregrino”, escrito por Giacomo Caviceo (1443-1511) y publicado por primera vez en 1508; con una dedicatoria nada menos que para la duquesa Lucrecia Borgia.
Reedición de 1538 del romance «il Peregrino» de Jacobo Caviceo.
Es la mención más antigua que tenemos de esta capilla del siglo XV, que al parecer ya gozaba de cierta fama como para incluirla en esta novela de aventuras medieval, donde la amada le pide al protagonista el sacrificio de peregrinar desde Italia hasta Santa Catalina de Finisterre.
La obra fue de las más populares dentro de las historias de caballería que incluyen Fisterra en un lugar destacado de las odiseas, tal el caso de “Guerrin il Meschino” (“Guarino Mezquino” en la versión española) de Andrea da Barberino (1370-1432); “La crónica de Adramón”, anónimo (ca. 1492); “Orlando furioso”, poema épico caballeresco escrito por Ludovico Ariosto de 1532 (véase mis artículos “La maldición de Orcavella y el Vizconde de Fisterra” y “Nuestra Señora de Fisterra en la peregrinación jacobea”).
El caballero Peregrino le cuenta al espíritu de Boccaccio todo sobre su búsqueda en una peregrinación fantástica hasta Lisboa y Finisterre para satisfacer su pasión por la bella Ginebra, a la que obsequia con una imagen de la santa. La trama incorpora tanto lo leído y estudiado por Caviceo en la biblioteca del convento de la Annonciade, como las experiencias vividas en los viajes del propio autor que lo trajeron al final del camino jacobeo.
Itinerarios de 1546 donde destaca la ruta a Finisterre desde Coruña y a Santiago de Compostela.
Santa Catalina de Alejandría fue una santa mártir de amplia devoción cristiana en la Edad Media a partir del siglo VI, especialmente en España e Inglaterra, donde su imagen se difundió profusamente. Entre sus principales atributos destaca la corona por su procedencia noble, una rueda rota por su martirio y un libro, símbolo de sabiduría.
Santa Catalina, hasta la imposición de la Virgen del Monte Carmelo o Carmen en el siglo XVII, era una advocación muy venerada entre los hombres de mar; de manera especial en las localidades de la costa catalana, vasca y asturiana que conservan templos, ermitas, capillas e imágenes dedicadas a la santa.
El origen de esto pudiera ser la promesa de un mercader mallorquín llamado Ramón Salelles, que encontrándose a punto de naufragar en medio del mar, juró si sobrevivía edificar un hospital para los marineros y pescadores retirados que llevaría el nombre de la santa. En 1343 fundó el dicho hospitalillo de Santa Catalina junto a la carretera de Portopí en Palma de Mallorca, que acabó dando nombre al barrio que actualmente existe allí.
Por otro lado, el día de su festividad, 25 de noviembre, suponía para muchas actividades pesqueras el inicio de la dura campaña de invierno, y recurrían a la santa auxiliadora para implorar su protección. Entre esas la caza de ballenas era la más productiva y peligrosa.
La imagen de Santa Catalina puede verse en la iglesia de San Martiño do Ozón.
Las ballenas llegaban en las inmediaciones del Golfo de Vizcaya en los meses de octubre a noviembre, más tarde entre diciembre y enero se desplazaban hacia las costas de Galicia hasta finales de marzo o comienzo de abril. Al principio, los balleneros vascos esperaban a divisarlas ante sus puertos, pero posteriormente y con la progresiva escasez de cetáceos fueron persiguiéndolas por toda la costa cantábrica hasta Finisterre (véase mi artículo “Historias de corsarios vascos en el Cabo Finisterre”).
Consecuencia natural de este oficio, han sido las organizaciones que vinieron a poner freno a las libertades y apetencias despertadas en torno al negocio y fijaron normas para una explotación racional. Durante los siglos XIII y XIV, en casi todo el litoral peninsular, tenía jurisdicción la «Hermandad de las Marismas», de la que dependieron las Cofradías de Mareantes, y que se regían por un reglamento común a todos los pueblos del Cantábrico. Creada la de San Sebastián bajo la advocación de Santa Catalina, fue imitada por los pescadores de Gijón que fundaron su «Cofradía del Gremio de Mareantes de Santa Catalina».
Según los registros de su archivo, de un ballenato podían sacarse hasta doscientas arrobas de aceite, destinado a usos domésticos y grasas para diversos fines; de sus huesos se hacían muebles y arcos para puertas, y de sus vértebras, sillas y otros pequeños muebles. Venían luego el remate y reparto de las piezas apresadas: la cuarta parte se destinaba a los armadores; el vientre de la ballena, a la capilla de Santa Catalina, patrona del Gremio; un ala era para el pescador y otra para la comunidad. El resto se distribuía en soldadas entregadas a cuantos habían intervenido en las faenas, entregándose una entera a los balleneros ancianos y media a las viudas de agremiados (“Villa y Puerto de Gijón” de Joaquín A. Bonet, 1967).
Balleneros vascos en acción.
Precisamente la península gijonesa de Santa Catalina debe su nombre a la antigua capilla de la Cofradía del Gremio que allí se ubicaba. Y las procesiones de Llanes, Ribadesella, Lastre, Cudillero y Aviles remiten a ella.
En las “Memorias del Arzobispado de Santiago” (1607), el Cardenal Jerónimo del Hoyo afirma al referirse a Fisterra que: “Esta villa dicen fundaron algunos vizcaínos y asturianos, los cuales acuden a pescar y para guarescerse y tener sus pescados hicieron algunas casas riberas del mar. Después creció esta villa y llegó a tener casi doscientos vecinos y entre ellos hubo muchos mercaderes de pescados y aceites y otras mercancías y dicen entraba por la puerta de la dicha villa más de ochocientas cargas de pan de renta”.
Ya el rey Sancho el Bravo, por privilegio expedido en Lugo en el año 1286, concedió al monasterio de Sobrado un quiñón de las ballenas que se matasen en el puerto de El Prioiro, que les pertenecía por donación de Fernando II (A Coruña, 15 de febrero de 1158). Esta clase de diezmos acabarían en poder de los Andrade y de otros nobles como los Altamira (BRAG, 1912).
Las excelentes relaciones mercantiles en Galicia, propiciaba que los vascos aprovecharan los viajes de los balleneros para transportar, de ida o de vuelta, todo tipo de productos (adquiriendo sardina principalmente, que era el arte al que se dedicaban en la zona). Pero siglos después, llegan incluso a comprar aquí la grasa de ballena.
Está documentado que un ballenero gallego de nombre “Santa María de Finibusterre” andaba por Barcelona en 1481 al mando de Miquel Sapello.En el lugar de Atalaya, en Fisterra, seguramente existía uno con dos cometidos: vigilancia a posibles ataques corsarios y localización de ballenas para su posterior caza.
Sabemos que el fisterrán Fernando Dalmallo tuvo el ballenero «San Marco» de 100 tn y que lo vendió en Valencia en 1493 (véase “Recuento de las Casas Nobles de Fisterra V: los Reino”).
Reorganizados por los Reyes Católicos en 1489 y desaparecida la Hermandad de las Marismas en 1511, los Gremios de Mareantes continuaron funcionando durante tres siglos hasta que se disolvieron en 1868 por la sobrepesca que hizo decaer la actividad, y no resurgió hasta los años 20 del siglo XX por el impulso de los balleneros noruegos.
El Gremio de Santa Catalina llegó a ser una fuerte organización que contaba con vicarios, médicos, mayordomos, diputados, etc.; y con influencia, además, en los más altos estamentos. La prohibición de Carlos V para que los extranjeros (en especial franceses y holandeses) no vayan a pescar ballenas a Galicia, es un buen ejemplo.
Del Hoyo constata que la ermita fisterrana de “Santa Catherina que está en lo llano cerca de la villa está decente” a principios del siglo XVII, pero ya solo quedan “al presente sesenta vecinos”. En el año 1670, la especie a la que se dedicaban en la Costa da Morte, la ballena franca glacial (Eubalaena glacialis), fue considerada comercialmente extinguida y con ella la Cofradía.
La capilla estaba situada en la actual calle Real de frente a la playa de Calafigueira, asentada sobre una suave colina que la hacía visible por los marineros desde el mar, ya que no había viviendas a su altura, puesto que: “Esta villa (Fisterra) fue cercada por una parte, porque por la otra la cerca el mar y ahora solo tiene una puerta por donde se entra y sale, por estar toda rodeada de mar. A un cuarto de legua antes de entrar en esta villa están a vista los dos mares que la cercan, cosa de dos tiros de escopeta el uno del otro. Está fácil de aislar por ser arena y poca distancia y casi llano” (Del Hoyo). Hoy la propiedad está junto a un supermercado de Autoservicios de una conocida compañía gallega de distribución alimentaria.
Vista de la playa Calafigueira y ubicación de la desaparecida capilla (foto detalle de Postales Caamaño).
El doctor e investigador local Francisco Esmorís, publicara en 1920 una reseña de la desaparecida ermita de Santa Catalina en su sección `De Tiempos Pasados´ de la revista “Ultreya” nº12:
“…recuerdan aún algunas personas de la villa del Ara-Solis la vara y peana de un crucero que había frente a la puerta de la ermita. Esto, que concuerda perfectamente con la noticia que nos da el Cardenal Hoyo, aparece corroborado también, por el hecho de arrancar de las inmediaciones de dicho lugar una calle que lleva por nombre el de la santa, bajo cuya advocación estaba el templo.
Habiendo naufragado en Bayona (Galicia) una lancha de pesca fisterrana, pidió licencia (Diciembre de 1830) el cura párroco D. Juan Antonio Barrientos para vender las piedras de la dicha llamada Capilla y atender, adonde llegara su producto, al socorro de las viudas y huérfanos de los cinco marineros víctimas del naufragio. El Sr. Arzobispo solicitó informes a los curas párrocos de Duyo y Morquintián, que, respectivamente, lo eran D. Luis Vigo Caamaño y el famoso Lapido (…).
El informe del segundo nada ofrece de notable, no así el del primero, que a continuación copiamos: “En cumplimiento del oficio de V. I. de 7 del presente mes en que me ordena averigüe si la capilla de Santa Catalina de Finisterre tiene renta y con qué caudales se ha construido, debo informar que no hay en esta parroquia de mi interino cargo, ni en la villa de Finisterre quien acuerde cubierta dicha Capilla o Ermita, ni es fácil averiguar quien fué el devoto que ha costeado sus paredes, que siempre acuerdan estos vezinos arruinada, y no haber razón en los libros de la Parroquial de dicha Villa de renta y fundación de ella. Por tradición se dice que los Moros quemaron la Iglesia y Casa rectoral de Finisterre y que se perdieron muchas noticias (véase mi artículo “Crónica de secuestros y saqueos de corsarios berberiscos en la villa del Santo Cristo”).
Esta Ermita está del todo arruinada, y sólo se conserva alguna poca pared, el Pórtico, un arco de bóveda, el altar de piedra y el cuerpo de una imagen, también de piedra, sin cabeza, y frente a la puerta una vara y peana de un Crucero con una Imagen en el suelo que se conoce ser de Ntra. Señora; que todos estos despojos son de poco valimiento, y lo mejor lo llevaron y llevan para construir casas los pudientes de aquella Villa, lo que sucedió con otra Capilla de Sn. Roque que en el año último pasado cerraron y cultivaron. (…) por no hallarse uno que me diga haber oído a sus padres o abuelos ver decir misa en ella.
Es cuanto puedo decir a V. E. Suplicando al Todopoderoso, etc. (Enero de 1831)”. En Marzo de este mismo año la Superioridad dictó auto, accediendo a la pretensión de la venta de los restos de la ermita, pero disponiendo que el importe que produzca entre en el acto en poder del fabriquero, para con ellos sostener la luminaria del Santísimo, a cuyo piadoso objeto lo aplicamos y será primer cargo a otro”.
Algunos restos de la ermita y las abellarizas de Santa Catalina, que es la primera vez que se documenta este tipo de apicultura en Fisterra (foto J.G.Satti / consultor Jacobo Carlos Mariño Campos)
Hasta aquí las pesquisas de este sagaz galeno que corroboran lo que venimos contando, pero hay algo más que hemos advertido: unas estructuras que dan verosimilitud al lugar de ubicación de este pequeño templo.
Se trata de unas alvarizas o abellarizas lineales, hechas de lajas de granito verticales con una losa horizontal formando tejado. Estos habitáculos están integrados en la pared posterior, y dentro de esos nichos se colocaban los apiarios para protegerlos del clima y los animales, orientados al sol y cerca de arroyos; como es nuestro caso.
Se construían en el fondo de las huertas para una mejor vigilancia de las colmenas por parte de sus dueños, mayormente monjes y clérigos en general.Existen documentos de 1573 que prueban esta actividad en Galicia, por lo que la cría de abejas bien pudiera ser una labor productiva complementaria a las rentas de la desaparecida Cofradía.