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viernes, abril 26, 2024

Ruth Mathilda Anderson y las Palilleiras de Camariñas

RUTH MATHILDA ANDERSON Y LAS PALILLEIRAS DE CAMARIÑAS, 1924

Tratamos en el capítulo anterior del viaje de la fotógrafa Ruth Mathilda Anderson a Ponte do Porto, ahora hablaremos su visita a las palilleiras de Camariñas.

Como sabemos, el 22 desde A Ponte do Porto ella y su padre alcanzan en bus Camariñas, donde pernoctan en una moderna fonda del malecón. regresa el 23 a A Ponte do Porto y Vimianzo. Pudo ser la fonda de Campos, en la que comen cabrito, acompañados por la veterana dueña y sus hijos.

El caso es que enseguida capta el perfil psicológico de los vecinos con los que trata, como los guiños y tics de la señora que los atiende, su tertulia; la forma en que se desvive el ama con la apuesta figura de señorío de su padre, mientras que la joven artista (por ser mujer, entiende) pasa desapercibida.

Los gestos de familiaridad que usa la señora con su padre también sorprenden a una curiosa observadora como Ruth Mathilda, en cierto modo celosa por el ninguneo hacia su persona, siendo la protagonista de la encomienda.

«Tan pronto como vio a mi padre que venía por la calle, Brandy fue el correlato (la respuesta) natural. A mí, casi no me veía. Pero entonces sus ojos estaban viejos y sombríos. Uno de ellos, lo llevaba parcialmente cerrado, no podíamos estar seguros de si era ciega o no porque el hecho de dejar caer continuamente la ceja para transmitir un significado dudoso la había fijado en ese hábito insinuante».

Una pierna de cabrito asada en Camariñas

«De lo que nos dio de comer recuerdo una pierna de cabrito asada con indiferencia, pero su conversación fue inolvidable. El tema, desarrollado extensamente, era que los hombres son criaturas necesarias, que requieren afecto ¿Era cariñosa mi madre?, preguntó, esforzándose hasta que pudo poner una mano mugrienta sobre el respaldo de la silla de papá y con la otra acariciarle el hombro en los momentos culminantes. Ella misma estaba muy afectada. Podía sentir que mi semblante se congelaba ante tanta familiaridad, pero a mi padre le divertían tanto sus acciones como mi evidente falta de humor».

La expresividad de la dueña y los aromas a ajo y cebolla de la cocina siguieron llenando de notas costumbristas el texto de la americana.

«De pronto, la anciana tomó otro rumbo. Sus hijos tenían el mayor respeto por su juicio. Todos habían estado en América y les gustaría que se tomara la vida con más facilidad, pero ella, siendo una verdadera gallega, no podía vivir en la ociosidad. Su fonda era la mejor del país, muy superior a la de Mugía, decían todos, ¡y era así porque ella misma hacía la mayor parte de los elogios! Una cuarta parte, digamos, exageraciones.

Nunca podríamos decir que su posada era la mejor, y mientras ella hablaba y nos seguía a nuestras habitaciones para hablar de nuevo, un pobre pequeño criado en la cocina luchaba con las sartenes que quedaban del almuerzo. El impacto de esa cocina era agudo, el asado de cabrito despedía olores falsamente ricos, las tiras de cebolla y ajo desprendían su aroma de las vigas, y esa cierta conveniencia detrás de un tabique delgado hacían que su ubicación fuera conocida con precisión».

Las restas habían sido colocadas precisamente para ser vistas u olidas por todos en las vigas, según la sagaz observadora.

Paseo por Camariñas

Pero el trabajo principal de los viajeros estaba por venir. Iban a ejercer de «praieiros» o «andar de praiada» (como dicen los locales) entre las casas encaladas y con cintas inferiores de rojo y azul rodeadas de arena de O Campo y A Praia, en cuyos muros apoyan los cornos de las almohadas las palilleiras; o entre las «trincheiras» del malecón, reunión y tertulia de los viejos lobos de mar. Merodear por lo mucho que quedaba de la playa, pronto enterrada bajo el cemento, en la fachada marítima de la villa, en busca de «panillo», retratando el puerto y las calles.

«Tan pronto como pudimos escaparnos, salimos a buscar encajeras, porque este era el pueblo que da nombre, puntillas de Camariñas, al producto de toda la comarca. Las trabajadoras no eran difíciles de encontrar. Una, con un pañuelo de algodón color crema y un vestido gris de algodón, estaba sentada en una acera al sol, apoyando su almohada en la caja que llevaba para arrodillarse en el armario cuando lavaba la ropa. Su puntera marrón bergantín, ladeada con interés mientras pasábamos, proyectaba una sombra sobre la caja. Una encajera a la sombra al otro lado de la calle nos dirigió a una agradable casita blanca donde trabajaría un grupo de chicas».

Así entran en una palillada, creando uno de los célebres iconos de la artesanía hechos hace un siglo. El desinterés o la «prejisa» de los reporteros actuales es causa de una escasa preocupación por una traducción fiel, ni tampoco guardaron «ansia» intentando no perder esos finos detalles de estilo de la culta autora de Nebraska, esa introspección en las actitudes, rostros, giros verbales y lenguaje no oral de los retratados. Tanto Ponte do Porto como Camariñas siguen extrañamente desenfocados en el acercamiento moderno al inmenso trabajo de la genial artista, a la que tanto sorprendió la cercanía de la artesanía de nuestras mayores en el foco mismo del volcán creativo, y por ello se hace justo y necesario recuperar su olvidada voz. Recuerdo que en aquellas fechas la ría era el epicentro nacional del encaje.

«Una mujer de modales amables, de más de mediana edad, vestida de negro sin pañuelo, abrió la puerta y nos condujo a su sala de estar de paredes blancas. Los torrentes de luz que entraban por las ventanas abiertas al suelo brillaban sobre seis cabezas que se desprendían rápidamente de las almohadas colocadas a lo largo de un banco. Las encajeras, todas jóvenes, estaban sentadas en el suelo desnudo. Comparadas con las de los grupos nocturnos de Mugía, estas chicas parecían más huesudas, de voz más suave y mucho más aburridas».

«La anfitriona dijo que las mujeres jóvenes encontraban la vida aburrida en Camariñas, la confección de encajes era monótona y los maridos difíciles de encontrar. Para estas muchachas y una séptima que trabajaba en la ventana, la villa no tenía más que dos solteros que ofrecer. El resto de los hombres casaderos estaban lejos, en Cuba, Brasil, Argentina, América del Norte».

El club de la aguja y el dedal de Noemí Espinosa

La investigadora Noemí Espinosa Fernández reconoce que la americana dio un gran valor al arte del encaje de Camariñas y cómo durante su expedición de 1924-1925 fotografió a un gran número de mujeres que aparecen cosiendo, la mayoría bordadoras o palilleiras a las que buscó por los pueblos.

«Fue un tema que por otro lado, debía documentar ya que se trataba de un tipo de industria local realizada enteramente a mano y que además estaba siendo sustituida por las máquinas modernas. En sus notas constató la admiración que le produjo ver cómo trabajaban las artesanas de los hilos» indica Espinosa.

En Camariñas, fotografió una inmensa «colcha» (así la menciona en el texto inglés) en la que habían palillado al menos cuatro mujeres. Se trata de una labor que ocupa muchos meses y de gran valor, pericia de manos muy expertas. La voz de la «señorita americana», que hablaba castellano e incluso traducía del gallego, evoca este momento mágico de encuentro con nuestras antepasadas. Aprecia la característica artesana y popular del oficio, su valor comercial; pero también la profesionalidad y buen hacer de las encajeras, así guarda confianza en el futuro de la artesanía si hay formación.

«El trabajo de hacer encajes es una verdadera expresión del instinto artístico de estas mujeres, ya que es una respuesta a la necesidad económica. Algunos (encajes) funcionan sin patrones, produciendo diseños de gracia y entera simetría al juicio del ojo. Esta colcha puede considerarse un tributo mayor a su industria que a su arte, pero si estas mujeres pudieran ser instruidas con inteligencia y simpatía en los principios del diseño, el encaje de esta región se convertiría en una forma de arte interesante».

Noemí Espinosa Fernández dedica un apartado en su estudio a «El Club de la Aguja y el Dedal». El nombre implica la relación de Ruth Mathilda con los hilos. En uno de sus primeros currículo en la parte dedicada a las «aficiones», escribió tan solo dos: primero el bordado y luego la pintura.

«No creemos que su interés por estas labores le llegó al ser nombrada conservadora del traje, ni tampoco por su conocimiento de la extensa colección de encajes y bordados en los fondos de la HSA, o los de varias colecciones en España, como la del Instituto Don Juan de Valencia de Madrid» indica Espinosa y añade que se aficionó a esta manualidad incluso antes de reunir un extenso repertorio de imágenes sobre el tema; «pero sin duda alguna, estos fueron condicionantes que acrecentaron su curiosidad y dominio sobre la materia».

Por ello, el viaje a la ría de Camariñas y a los obradoiros de las palilleiras de Camariñas, Muxía y Ponte do Porto resultó una suerte de catarsis para la gran etnógrafa y excelente bordadora. «Con su comentario revalorizó estas labores manuales y la virtuosidad de las costureras» recalca Espinosa.

Anderson llegó a ser miembro del Needle and Bobbin Club de Nueva York, una organización cultural dedicada exclusivamente a las labores de bordar y coser. Fue un miembro comprometido y su nombre se publicó en uno de los boletines de la asociación.

En él se agradecía, tanto a ella como a otros miembros, la organización de la primera reunión de los socios en el año 1973: «The first meeting of the Needle and Bobbin Club in 1973 was held Tuesday, January 16th, at the Lotus Club, through the hospitality of Miss Ruth Anderson, Miss V. Isabelle Mille…» (Club Notes». The Bulletin of Needle and Bobbin Club. Nueva York, 1974. vol. 57. nos. 1 y 2. pág. 44). Entre los libros de consulta de su mesa de trabajo, había varios dedicados al bordado, entre ellos El Bordado de Antonio Cimbreño, donde escribió su nombre y su dirección para dejar claro que le pertenecía y lo estimaba.

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