Rafael Lema//Santiago de Compostela en este nuevo siglo conserva su atracción como gran centro de peregrinación internacional.
El caminante que se acerca hoy a la ciudad lo hace por muchos motivos y causas, no sólo religiosas. Nuestro mundo es otro y otras sus circunstancias, pero sorprende que miles de personas sigan convirtiendo este Camino en el gran itinerario europeo. Como sorprenden el origen del mismo y del mito jacobeo, la leyenda que dio origen a la ruta, el traslado de los restos del apóstol Santiago a la lejana Galicia. El mítico Finisterre.
Compostela sigue siendo, ante todo, un santuario católico al que llegan los peregrinos a visitar la tumba del apóstol y la magnífica catedral. Caminantes que también se acercan al mar, como los que les precedieron. Pero hace tan solo un siglo el camino estaba muerto, y fue la labor de un cardenal local, en un nuevo ciclo histórico, quien lo sacó del letargo, con el redescubrimiento de los huesos de un apóstol singular, un hombre oscuro en una época nebulosa de la que seguimos conociendo tan poco. La mayor parte de lo que creemos saber sobre el mito jacobeo es leyenda, coloreada por los siglos, y en su tronco central asentada en la época del gran arzobispo Gelmírez. En el Códice Calixtino.
Pero el valor de Santiago y de su ruta viene dado por una serie de circunstancias. En primer lugar por el nombre del apóstol, sobre el que se construyen los relatos, un nombre al que se le suman biografías de varios tocayos, un nombre que fue la cabeza visible de «su Iglesia» tras la muerte de Cristo y que jugará un papel singular para los primeros cristianos, cuando ni siquiera se llamaban así y estaban lejos de tener un cuerpo doctrinal asentado.
El gran centro de la peregrinación europea es una catedral de culto católico y bajo esos parámetros debemos entender el fenómeno, no perder esta perspectiva. La de la recuperación de uno de esos grandes santuarios con reliquias de la edad de oro del medievo, marcada por el románico y el gótico, antes de la crisis de la peste negra.
Un tesoro de arte e historia en medio de un reino mítico, al remate de un camino milenario. Podemos dudar de leyendas fantásticas, procedentes de otras épocas y otra forma de entender el mundo, creaciones por y para gentes que entendían las cosas descritas de ese modo, con esa didáctica -porque así les habían contado otras leyendas y mitos populares desde la noche de los tiempos-, pero Santiago albergó unas reliquias muy antiguas con una gran tradición, llegadas desde los orígenes del cristianismo hispano.
Sean o no de un amigo de Cristo, sí eran trascendentes, con prestigio. Los hombres de fe galaicos tenían hilo directo con Tierra Santa, desde los tardíos inicios de la nueva fe en la región, y al apóstol se le rendía -desde antes del hallazgo de los huesos- culto en nuestra tierra. La necesidad política y religiosa en un entorno hostil hizo el resto. Por supuesto, los caminantes pisaban caminos precristianos dirigidos a una tierra mítica, a una de las cunas de los primeros europeos, Galicia. La ruta ya estaba ahí cuando despertó el decapitado de su tumba.
Esa es la fuerza de Santiago. Una tradición asentada en el origen de occidente, un nombre relevante, estrella de atracción para pueblos dispares y ruta que termina en el confín del mundo conocido. Nada se construye de la nada, al contrario, «camino y meta ya estaban ahí». Hurgando en las entrañas de la historia nos encontramos con una tierra, Galicia, el Finisterre occidental, que ya eran conocidos para otros pueblos, siglos antes del cristianismo. Caminantes milenarios llegaron a esta tierra y sobre esa ruta ancestral se levantó el camino jacobeo. Preindoeuropeos, arios, celtas, suevos, alanos, godos, templarios, artistas especiales, marcaron su ruta al paraíso occidental. Y seguimos sus pasos.
Por eso hablamos de una vuelta a los orígenes a la identidad de Europa a la hora de buscar interpretaciones para entender un fenómeno vivo y complejo. Por eso entendemos que Compostela fue el gran santuario de peregrinación europeo, más que Roma o Jerusalén; debido a circunstancias políticas, guerras o litigios, que hacían menos atractivos los otros dos rivales. Por eso sigue en pie la grandeza del camino. Un camino que oculta secretos, rutas antiguas usadas por caminantes singulares, marcado con templos y construcciones hasta nuestros días. Buscamos estas señas de identidad y esta ruta solapada bajo los vieiros fijados al organizarse leyendas, culto y ruta oficial.
Procuramos todos los significados y significantes del lugar, su vigor y lo que se oculta en sus entrañas, en sus mitos. Pero con el amor del que cree en su fuerza y en su revalorizada actualidad, del que desea que -sin perder su identidad y sentido- sirva para que los europeos encuentren sus raíces, todas las culturas y credos se identifiquen, todos los caminantes -con su vida, creencias y costumbres a cuestas- descubran la magia, la energía especial de la visita a la gruta milenaria y la visión redentora del mar de Finisterre.
Porque el Camino también es un itinerario cultural y un viaje interior para muchas otras personas; una búsqueda, pero una búsqueda especial hacia la identidad europea, a los orígenes. Pisamos al andar un itinerario ya hecho, abierto por otros caminantes que nos precedieron, entramos en una catedral que es un hito histórico artístico y nos habla de antiguos creadores con sus mensajes, de belleza y arte para gozo de nuestros sentidos. Llegamos al mar de Finisterre y salimos transformados, vivimos una experiencia de catarsis y de renacimiento.