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viernes, noviembre 1, 2024

El Santo Cristo de Fisterra en la peregrinación jacobea

– Juan Gabriel Satti Bouzas-

Foto portada// El Santo Cristo ineditamente fuera de su altar (1946-foto Muñoz) // Óleo del pintor Don Manuel López Garabal  para el estandarte de su cofradía (1951)

Santo Cristo de Fisterra/ Santo da Barba Dourada,
veño de tan lonxe terra/ santo por che ve-la cara. 

Manuscrito de la obra referencial del licenciado Molina siglo XVI

Reza la canción popular que en cada Semana Santa se oye como una letanía desde que se instituyó la romería del Santo Cristo de Finisterre, que surgió al margen de la peregrinación al Fin del Camino como nueva atracción con esta venerada y misteriosa imagen capaz de competir con el propio Santiago. 

Pero existe otro Santo Cristo de similar factura y coincidente leyenda que se adora en la catedral de Burgos. Esta talla, según la tradición, fue encontrada en una caja que flotaba en el mar, en el año 1308. Un piadoso mercader la adquirió para entregarla a unos frailes agustinos que había en la ciudad castellana. De autor anónimo del siglo XIV, el crucificado es de madera recubierta con piel de búfalo o carnero y va clavado a una cruz arbórea de madera. La cabeza lleva la barba y el cabello de pelo natural que parecen nacidos en la misma figura. Y está tapado el paño de pureza por faldellines largos de distintos colores y diseños.

He resaltado estos puntos en común, aunque de la imagen de Fisterra sorprende por el gran conocimiento del escultor sobre el comportamiento de la sangre en el cuerpo humano. Representa a la perfección cómo escurre por la piel, además de que debía tener buenos estudios o asesores de anatomía, pues las heridas se muestran con magulladuras, marcas de necrosis y un indicio de excoriaciones abdominales. 

El Cristo durante su restauración en 2008 (foto Fernández Santiago) // Radiografía de anclaje en un hombro (foto Ruth Fernández González 'Sistemas de articulación en Cristos')

A primera vista la concordancia con la figura del cuerpo yermo impreso en el Santo Sudario de Turín acongoja y maravilla. La Sábana Santa  estuvo en posesión del emperador de Constantinopla, Balduino II, hasta 1247 y en ese año se cree fue vendido a la Orden del Temple. Se pierde su pista hasta que reaparece en 1346 en manos del conde Geoffrey de Charney, sobrino del comendador templario de Normandía que murió en la hoguera junto al Gran Maestre Jacques de Molay. 

Por lo que no hay que descartar a los Caballeros como responsables de la llegada del Santo Cristo a Fisterra, vinculados a la familia Mariño (véase mi artículo “Recuento de las Casas Nobles de Fisterra VI: los Mariño”.

Al mismo tiempo su relación con la ruta jacobea es destacada en obras como “Descripción del Reino de Galicia” (s. XVI) del Licenciado Bartolomé Sagrario de Molina, que le dedica una glosa al Cristo al que acuden los más romeros que vienen al Apóstol:

Aquí está la imagen de gran devoción/ Por cuyos milagros ansi verdaderos/ Es visitada de cuantos romeros/ Visitan la casa de nuestro Patrón.”
Añadiendo en la glosa: “En esta villa está vn Crucifixo tan maravilloso, y de tan gran deuocion, que se dice no hazerle ventaja el que arriba diximos de Orense, al qual acuden los mas romeros que vienen al Apóstol
”.

El licenciado Molina observa las prácticas de los peregrinos y recaba numerosas leyendas en Padrón, Finisterre y Santiago (ninguna de la Virxe da barca), sin detenerse a valorar su mayor o menor veracidad, lo que refuerza el valor documental de sus aportaciones. En Fisterra confirma la frecuente presencia de peregrinos que antes ya habían pasado por la Catedral atraídos por el hecho de poder postrarse ante el Hijo de Dios, tras su estancia en Santiago. Destaca la relevancia que mantiene la peregrinación, “mayormente en año de jubileo”.

Detalle del retablo del Santo Cristo donde menciona al cura Cernadas, quien contratara su pintado a finales de 1724 por 2.300 reales (foto J.G. Satti).

Se cree que Molina pudo ser de origen malagueño y fallecer en Mondoñedo (Lugo) hacia 1575, de cuya catedral llegó a ser canónigo. Junto con el cordobés Ambrosio de Morales, que llegaría a las tierras gallegas unos veinte años después, es el autor que más información directa ofrece sobre el estado de la cuestión jacobea en Galicia en el siglo XVI.

Su famosa obra es el fruto de sus viajes y recopilación de datos realizada in situ. Está dividida en cinco partes: De los cuerpos santos, De las cosas notables que hay en este Reyno, De los puertos de mar y rías del Reyno, De los ríos y pueblos y De los linajes y solares. Es en los primeros apartados donde da noticias de reliquias, procedencia de los peregrinos, el Hospital Real de Santiago, la heráldica santiaguista, etc.

También el soldado peregrino polaco Ehrich Lassota de Steblovo, en su Diario redactado hacia 1584, relaciona el Cristo de Finisterre con los de Ourense y Burgos, al tiempo que transmite la leyenda popular que sostiene que suda y le crecen el pelo y las uñas:

«En una capilla de esta iglesia, y a la izquierda, se encuentra un crucifijo de escultura, que no llega a la altura de un hombre, en un altar colocado, y que pasa por muy milagroso. Cuando un sacerdote le descubre, se pone primeramente de rodillas, empieza a rezar el 'Te Deum laudamus', y con una larga caña quita las cortinas que le cubren; quienquiera que sea, si desea verle, tiene que arrodillarse. Se pretende que le crece el pelo y las uñas y que suda algunas veces. De esta especie hay dos crucifijos más: uno en Orense, también Galicia, y otro en Burgos«.

En 2008 fue sometido a una amplia restauración que modificó parte de su expresividad aduciéndose que la original es la que se recuperó luego de retirar capas de pintura posteriores.

La ciudad del Gólgota pintada en el retablo (der.), comparada con el «Paisaje con los funerales de Foción» (1648) de Nicolas Poussin

Las radiografías mostraron que en origen el Santo Cristo se articulaba igual que el de Burgos: cuello, hombros, codos, rodillas, los tobillos, caderas y muñecas.

“A la tradicional badana cubriendo las uniones, aparecen diversas telas cubriendo amplias zonas de la superficie. Dicha tela una vez estucada y policromada confiere a la obra gran naturalidad. La solución de revestir con tejido amplias zonas humanizó “la piel” de la imagen que cede ligeramente al tacto, simulando la morbidez de un cuerpo real. Dicha tela una vez estucada y policromada confiere a la obra una gran naturalidad. El efecto es todavía hoy sobrecogedor, debiendo conmover al fiel presenciar el descendimiento de la imagen que, al ser desenclavada, bajaba los brazos, doblando los codos y las muñecas, flexionaba las rodillas y plegaba ligeramente el torso sobre las piernas al ceder la unión de las caderas, mientras la cabeza se movía levemente. El lienzo que recubría la unión entre la cabeza y el tronco, unidos por una “ese metálica”, se hallaba roto y deshilachado. Por ello, en una reparación posterior, la zona había sigo cubierta por una tira de tela que encontramos, también rota y desencolada en los bordes. Como remedio, en fecha imprecisa, se sujetó la cabeza a la cruz con un alambre alrededor del cuello, provocando mayores daños” (“Intervención de conservación y restauración”, Ángeles Fernández Santiago – Revista peregrina de Arte, nº13, 2010).

La talla presenta a día de hoy sus articulaciones fijas y está sujeto a la cruz mediante dos pernos metálicos situados en la espalda.

En 2017 el acondicionamiento del retablo del Santo Cristo de Fisterra saca a la luz una leyenda que reza: “Se pintó y doró este retablo siendo rector Don Joseph Zernades y siendo mayordomo Joseph Manso. Año 1727”.

El retablo data de 1721 y es obra documentada de Miguel de Romay, que según estudios del profesor Otero Túñez, cierra la etapa de madurez de dicho artista. Fue posiblemente encargado a instancias del arzobispo Luis de Salcedo y Azcona (Valladolid, 1667-Sevilla, 1741), que visitó la capilla fisterrana un año antes de la elaboración de la obra.

En 1722 entró de párroco el mencionado don José Antonio Cernadas, que murió en 1737. Y se contratara el pintado a finales de 1724 por 2.300 reales.

La escena del Gólgota pintada en la tablas que dan fondo a la escultura, semeja el clasicismo del “Paisaje con los funerales de Foción” (1648-Liverpool, Walker Art Gallery) de Nicolas Poussin.

En el cielo de esta Jerusalem destacan las imágenes del Sol y la Luna que acompañan las representaciones de la crucifixión desde el siglo VI. Siendo en Siria donde aparece por vez primera y llegando a ser más frecuente a partir del siglo IX. 

Normalmente el Sol se sitúa a la derecha de Cristo y la Luna a la izquierda, pues  los artistas seguían la tradición de las antiguas estelas de Saturno y los monumentos mitraicos, con la creencia astrológica de que la Luna rige el lado izquierdo del cuerpo y el Sol el derecho. 

El sol y la luna pintados en el retablo representan las dos naturalezas de Jesús: la divina y la humana; las nubes aluden a las tinieblas evangélicas que eclipsaron el Sol en el momento de la muerte de Cristo.

Pero a partir del siglo XII la posición de los astros aparecen invertidos con “la intención de expresar así las dos naturalezas de Jesucristo: la divinidad, por el sol que brilla con su propia luz; y la humanidad por la luna, cuerpo opaco que no brillando sino con luz refleja” (“Diccionario de antigüedades cristianas, comprende desde los principios del cristianismo hasta la Edad Media”, del abate Martigny – 1865/ tr. Madrid, 1894).

Las nubes son una clara alusión a las tinieblas evangélicas que eclipsaron el Sol en el momento de la muerte de Cristo, y se muestran aquí cubriendo parcialmente la Luna. Esta iconografía es una prueba evidente de cómo el verdadero origen de las representaciones de ambos astros fue mutando a través de las religiones. De reflejo simbólico de la presencia de otras deidades paganas, se pasa a la ocultación en las tinieblas cristianas; rindiéndose así al Salvador los que en principio eran signos de poder y majestad divina.

El Santo Cristo jugó un papel central y esencial en la tradición dramática de la Europa medieval como parte de la liturgia de Semana Santa, que “no sólo funcionaba como un espectáculo audiovisual para entretener al público sino que también servía para transmitir el dogma de la Resurrección a una audiencia básicamente iletrada” (“El Auto de Resurrección de Fisterra: análisis de una tradición dramática medieval”, Cristina Mourón Figueroa 2009).

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