– Juan Gabriel Satti Bouzas-
En el año 1588 se dispuso, como todos saben, la célebre Armada Invencible contra Inglaterra, que tan desastroso resultado había de tener en el Canal de la Mancha, vencida más por los elementos que por los ingleses.
Con este dolorosísimo fracaso, que impidió al rey Felipe II derrocar a la protestante Isabel I, creció la audacia de los ingleses que además de atacar las naves que venían de Indias, invadieron y saquearon el puerto de Cádiz (1596). Este incidente, unido a las llamadas de los irlandeses, que decían estar dispuestos a tomar las armas contra la reina hereje, determinaron al monarca católico a preparar una segunda flota, aunque de menores proporciones que la primera: la Segunda Armada Invencible o la nueva Gran Armada.
Representación de la Armada Invencible atribuida al pintor inglés Nicholas Hilliard
Los 150 bajeles concentrados en el mar de la Paja llevaban a bordo 15.000 hombres a las órdenes de Don Martín de Padilla Manrique, adelantado mayor de Castilla y conde de Santa Gadea. El Padre general S.J. Claudio Aquaviva, señaló como capellanes a quince miembros de las cuatro provincias españolas. Sólo seis quedarían con vida; a siete esperaba la muerte en Ferrol a consecuencia de los trabajos y enfermedades contraídas durante la navegación, y los otros dos perecerían en un épico y memorable episodio.
De estos dos últimos, que se embarcaron en el galeón San Girolamo del armador Stephano de Oliste, vamos a ocuparnos exclusivamente por el marco heroico de su dramático desenlace.
Toma de Cádiz (grabado de 1873-wikipedia)
Eran los Padres Jorge Blanier y Francisco Rosillo. El primero, de familia noble de Lieja, y adjudicado a la Provincia de Toledo, estudió Teología en Alcalá. Fue ministro en el Colegio de Oropesa, y de aquí, a la edad de treinta y siete años, pasó a la armada de Padilla.
El segundo, de la misma Provincia y escolasticado, se hizo famoso en las Misiones populares. Su campaña misionera y castrense comenzaría antes de soltar amarras.
Ya está bajo cubierta Francisco, de noche, cuando se congrega toda la tripulación a la luz indecisa de los lampiones, narrando historias de conversiones o milagros de Nuestra Señora. Aquellos aventureros, que habían recorrido cien mares o los campos de Europa, le escuchaban maravillados.
Santos jesuitas» (óleo sobre lienzo /Escuela española del siglo XVII)
Al final, el Padre Rosillo levantaba en alto el crucifijo y les exhortaba al arrepentimiento de sus pecados. Todos iban a ofrecerse a los misioneros para servirles durante el viaje. Muchos se convirtieron, como aquel soldado que llevaba nueve años sin confesarse y vivía amancebado. Expulsaron del navío a las `malas´ mujeres que llevaban consigo clandestinamente, algunas iban disfrazadas de hombres y que a la postre, salvarían sus vidas. Y aún comulgaron bastantes hombres antes de hacerse a la mar.
Zarparon, por fin, el 25 de octubre de 1596, a las diez de la noche. Este buque, también conocido como la Capitana de Levante, estaba encargada de transportar los fondos destinados a sufragar los gastos de la rebelión irlandesa. En Portsmouth les aguardaban las fragatas inglesas para desbaratar los planes.
El naufragio reproducido por el cartógrafo portugués Pedro Teixeira en su Atlas de 1622.
No todos los bajeles tenían el mismo paso, y a los pocos días de navegación estaban divididos como por constelaciones sobre la inmensa planicie. Las primeras brumas se interpusieron entre los barcos y el litoral, y algunos de aquéllos comenzaron a dudar de su situación exacta.
Hacia el día 28 creyó erróneamente la Capitana haber rebasado las rías de Galicia, pero el Cabo Finisterre se echaba sobre el mar como un espolón temible.
Conforme progresaba la estación, la niebla se hacía más densa, los días más cortos y la mar, en general, más gruesa. Las olas se hinchaban, erguían, crecían como cerros, mientras que los aguaceros se desplomaban, frecuentes, sobre la nave. Pilotos y marineros se pusieron a la defensiva para salvar, al menos, su pobre y terrenal existencia. Unos andaban sobre cubierta agarrándose a las cuerdas para no ser arrebatados por las olas; otros se tiraban a las escotas o sostenían el timón. Todos invocaban a la Patrona de su aldea con gritos desgarradores.
Iglesia de San Juan de Sardiñeiro (concello de Fisterra), cuyas últimas reformas y ampliaciones se realizaron en 1774 (foto J.G.Satti).
El galeón oscilaba sobre el abismo, se bamboleaba y crujía como quejándose de los empellones que le daba el mar.
Unos bultos negros, borrosos, parecían moverse entre la espuma revuelta. El capitán del barco, Don Gregorio de Chinchilla, opinaba ser galeras que corrían cerca de ellos el temporal. Otros, más desorientados, que eran los montes de Cornualles, y algunos pocos que acertaban, que eran bajíos traicioneros y que convenía evitarlos adentrándose en alta mar.
Tres horas se pasaron entre incertidumbres, hasta que ocurrió lo inevitable y que nadie quería pensar. Un crujido seco, y el barco quedó fijo, inclinándose un poco hacia un costado (la encalladura fue de proa contra las rocas y el casco quedó tumbado sobre babor).
El casco y los mástiles retemblaron al choque y todos se lanzaron a la borda, pensando que el barco se desencuadernaba. Encajonado en el arrecife y sometido a la imponente presión de los elementos, el San Girolamo se destrozaba por minutos. Estaban a la altura de Corcubión. Los náufragos lanzaban gritos de suprema angustia y se esforzaban por descubrir una luz en el horizonte. Tan sólo el fulgor moribundo de sus faroles iluminaba siniestramente la arboladura inclinada.
De la pequeña y primitiva iglesia poco queda, incluso algunas lápidas fueron reutilizadas para una escalera exterior, Posible destino de las tumbas de los jesuitas naufragados (foto J.G.Satti).
Muchos se echaron al agua, pero se estrellaron contra los salientes de los peñascos; aunque de algunos se dijo después haberse salvado sobre una tabla.
El capitán Chinchilla hizo ademán de seguir la suerte de estos temerarios, pero el Padre Blanier le tiró de un brazo y le mostró en la oscuridad los cuerpos de los ahogados.
“Aunque era un galeón fuerte como un castillo, lleno de portillos, se deshacía en pedazos como si fuera vidrio, y era tan temible la tormenta y las ondas del mar que en él entraban, que arrebataban a muchos de la placa del navío; por lo cual, los Padres se recogieron en la popa con casi todos los caballeros”.
Allí levantaron el crucifijo como señal de combate contra las iras del mar y les animaron a confiar en el cielo. Un golpetazo enorme levantó en vilo el barco y abrió una vía de agua irreparable. Se aproximaba el fin aceleradamente. Pero aquel golpe fue también fortuito, porque a su impulso se inclinó el palo mayor, hasta tocar con su punta en tierra, y así se encontraron con un puente improvisado para alcanzar la costa. Cruzaron por allí 150 de los casi 600 que componían la dotación del buque. Algunos que se habían encaramado a las jarcias se encontraron en salvo sin gran esfuerzo. Pero el puente aquél, golpeado violentamente por el mismo oleaje que lo había formado, se redujo a astillas con trozos de cuerda y velamen.
Un superviviente, Don Juan de Avellaneda, contó en una carta a su amigo Francisco de Silva lo que le ocurrió aquella noche con los dos jesuitas. Su fecha, 28 de diciembre, está muy próxima a la tragedia.
Avellaneda se puso al servicio de los religiosos con estas palabras que él mismo escribe:
“— Padres, vénganse conmigo, que yo los salvaré.
—Hermano — le respondieron — , sálvese, que nosotros no hemos de salir de aquí hasta que veamos confesados y puestos en camino de salvación los que aquí están, que son más de trescientos hombres.
Se volvieron a la gente del navío, y le dijeron:
— Ea, hermanos, tomen ánimo y confiésense, que aquí parte una muy dichosa barcada para el cielo.
Y al acabar de decir esto, vino un golpe de mar que los anegó.
Decían que con ser la noche tan oscura veían los rostros de estos dos siervos de Dios con claridad y los crucifijos se veían a distancia.”
Concluye el capitán Avellaneda con estas líneas:
“Digo esto a V. M. porque se holgará y porque responda cuando le digan algo de la Compañía.”
Un último embite rompió la popa, y el agua entró arrolladora en el galeón vencido. Los que aún quedaban vivos, al verse en medio del agua, comenzaron a invocar a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen.El capitán Chinchilla se echó al mar en cuanto vio que el piso cedía bajo sus botas y se salvó asido a un madero, juntamente con Don Luis Carrillo de Carvajal.
El Dr. Manuel Martín Bueno recuperó en 1987 el anillo del padre Jorge Blanier (fotos M.M.Bueno // MSC)
Al día siguiente los cadáveres de los dos jesuitas fueron arrojados a la playa por las olas y reconocidos por los capitanes y soldados que se habían salvado. Les dieron devota sepultura en la iglesia de San Juan de Sardiñeiro; y rápidamente se difundió la noticia de este suceso ponderando el sacrificio glorioso de aquellos Padres, que teniendo en su mano la salvación, se habían entregado voluntariamente a morir, por no abandonar al resto de la tripulación.
Fueron recuperados sus crucifijos, que se entregaron, el uno, al Colegio de Santiago, a petición de sus padres; y otro, a Don Luis Carrillo y su mujer, gobernadores de Galicia. Una imagen de Nuestra Señora que perteneció al Padre Rosillo fue donada a la condesa de Altamira, nieta de San Francisco de Borja.
La ensenada de Sardiñeiro es la zona arqueológica donde se hallan los pecios de los galeones Santissima Annunziata (playa Restrelo) y San Girolamo de la armada de Padilla
Fueron testigos de lo narrado el capitán Don Luis Carrillo de Carvajal, del hábito de Santiago, y Don Juan de Acuña de Úbeda, más el capitán Chinchilla (fuentes: cartas publicadas por el provincial de Castilla la Nueva, P. Francisco de Porres en su «Historia del Colegio de Madrid», 1603// “Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España”, A. Astrain ed. 1912// “Jesuitas en campaña”, J. Delgado Iribarren-Madrid Studium, 1956).
El Dr. Manuel Martín Bueno, director de una campaña arqueológica en agosto de 1987, entre Cabo Cee y Cabo Finisterre, en las proximidades de un saliente llamado «A Punta do Diñeiro» (un fondo de menos de 7 metros de profundidad y tapizado casi en su totalidad por grandes algas pardas); consiguió recuperar entre otras muchas cosas el anillo de oro con las inscripciones «JHS» del Padre Jorge Blanier S.J. («Atopamo-la historia», M. M. Bueno – 1989).