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martes, marzo 26, 2024

Costa da Morte. Crónicas y Leyendas (I)

El escritor, delegado de la Real Liga Naval Española en la Costa da Morte y redactor de Adiante Galicia, Rafael Lema Mouzo nos adentra por los senderos de la historia de la mágica Costa da Morte.

Muchos son los tópicos que existen sobre la Costa da Morte y no todos responden a la realidad. En el topónimo Costa da Morte se conjugan la crónica y la leyenda. Pese a que el nombre aparece por vez primera en el diario coruñés El Noroeste el 14 de enero de 1904 de la pluma de José Lombardero Franco, el área de Finisterre y las costas gallegas son conocidas desde la época de los grandes reinos navegantes. Fenicios, griegos, cartagineses, romanos. La ruta del estaño, la procura de metales, tendrán mucho que ver en estas milenarias navegaciones. Con el paso de los siglos y las mejoras de la navegación nos vimos ubicados en el centro de las grandes rutas marinas.

El diario El Noroeste en el citado año mencionará varias veces el nuevo topónimo, desde la referencia al naufragio del Yeoman en Camelle. Enseguida es copiado por otros rotativos nacionales (La Voz de Galicia, Heraldo de Madrid, El Imparcial) y en 1905 por Vida Marítima, órgano de la Real Liga Naval Española. Emilia Pardo Bazán lo usa ya el 22-2-1904 en un artículo de La Ilustración Artística de Barcelona. En el diario de Annette Meaking iniciado en la Navidad de 1907 tenemos la primera referencia inglesa (Coast of Death) pero advirtiendo que era un nombre conocido entre los navegantes británicos. La teoría más factible llevaría a pensar que los ingleses denominaban, de inicio, Costa da Morte a la tumba del HMS Serpent en Punta do Boi, Camariñas, en 1890. En todo caso desde principios del siglo XX, tanto marinos ingleses como los vecinos de Camelle, llaman Costa da Morte a una corriente marina, la que va desde Soesto a As Baleas en las cercanías de cabo Vilán y que cuenta con dos tramos nefastos para la navegación, como son el mar de Traba y el mar de Trece. Las primeras apariciones del nombre Costa da Morte en español y gallego siempre hacen referencia a naufragios en este preciso tramo, brava costa que depende de la cofradía de pescadores de Camelle, siendo siempre un nombre despectivo, marcado por la leyenda negra de los raqueros, naufragadores de barcos. En 1908 Salvador García de Pruneda indica que la Costa da Morte va “desde el cabo de Beo al de Touriñana”. El cabo o penal de Veo se halla al lado de punta do Boi, en la misma playa de Trece. Eduardo Pondal en su poema El Cabo (1877) donde hace referencia a la “costa brava” y los naufragios no cita el topónimo Costa da Morte; ni Rosalía de Castro en su viaje a Muxía en 1853, o en su novela La Hija del Mar (1859) ambientada en la villa durante esta estancia. Allí cita “riberas salvajes”.

En cuanto a las leyenda de raqueros, naufragadores de barcos, la vinculación con la Costa da Morte es muy moderna, ni siquiera se documenta como tradición oral, sino que es copiada de otras latitudes y a finales del siglo XIX, con una clara entrada literaria. En 1882 hace referencia a los raqueros y las “falsas luces” el coruñés Alfredo Vicenti para denostar tal bulo alabando la conducta de un marinero de Fisterra y sus dos hijos menores en el auxilio a los náufragos de Sunrise. Emilia Pardo Bazán en tres cuentos publicados desde 1896 (La Ganadera, Sin Querer, Jesús en la tierra) habla de aldeas del Cantábrico dedicadas al saqueo de barcos. Pero son relatos copiados, casi plagiados, de célebres libros de cuentos franceses de la época que a su vez tienen lejanos padrinos en Francia. La escritora coruñesa copia directamente a Alfred Driou sus cuentos del mar, su Histoire des naufrages (París, 1861), de donde saca abundante materia sobre vacas con faroles, falsas luces, anillos arrancados a muertos, matanzas de náufragos, etc. Anteriormente recoge en 1799 leyendas de este tipo en Bretaña James Cambry (1749-1807), uno de los padres de la celtomanie. El precedente literario estaría en François Nicolás Dubuisson-Aubenay (1590-1652) con sus pintorescos cuentos de raqueros de la Ile de Sein, en su Itineraire de Bretagne (1636). El lingüista y etnógrafo Paul Sebillot desde 1880 publica sus cuentos y leyendas bretonas, que serán traducidas por Manuel Machado al castellano (Cuentos bretones, cuentos populares de campesinos, pescadores y marineros. Garnier, París, 1900). Julio Verne trata sobre estas leyendas, pero ambientadas en las costas galesas, en Las Indias Negras (1877). Las referencias al tema en obras de Zurcher y Margollé (1886) o Jean Michelet (1833) tendrán un importante influjo en la leyenda negra, abundantemente copiadas entre nosotros. Pardo Bazán conocía y tenía sus obras. Sobre las tradiciones bretonas están presentes los estudios locales de los abades Peyron y Favé; o los historiadores La Borderie, Tanguy, Lentherie.

Y en las letras inglesas son famosas las obras de Stevenson (1892), Whitfeld (1852), Richard Ford (1846). A este último se debe en buena medida la visión de los lugareños del Finisterre nuestro como lobos hambrientos, asaltadores de barcos; pero también sirvieron sus diatribas para la reforma del sistema de señales y la construcción de faros. La tradición inglesa sobre raqueros es larga. Ya viene de obras como The black book of the Admiralty, del s. XVI, editada de nuevo en 1873. Y en la documentación de procesos conocidos contra señores y aldeanos raqueros desde el s. XVI.

Galicia no es un reino sin ley, ni en el mar ni en la tierra y dependía en buena parte del comercio marítimo. Desde el siglo XII se reactiva éste, y está en pleno auge el tráfico de peregrinos. En estas tesituras los reyes y señores de la tierra protegerán ambos sectores y fomentarán las villas costeras, fuente de riqueza para el reino y enclaves de abrigo para navegantes. El derecho romano y la legislación visigoda citaban la mala costumbre del derecho de naufragio, la pertenencia señorial de los restos de un siniestro marítimo, cargas, etc. Pero la aplicación en Galicia tuvo que ser realmente testimonial o inexistente a la caída del Imperio. Los usos visigodos aparecen con referencias en Francia (y derivarían en concesiones de largo recorrido señoriales, abaciales, en Bretaña, Normandía), pero en la Gallaecia Sueva las costumbres eran otras (suevas y de la vieja tradición galaica, la presencia e incidencia goda fue escasa) y seguía imperando el derecho romano.

Bajo Roma, no había enemigos ni flotas distintas a la imperial en nuestros mares. Visigodos y suevos tenían flota, pero la presencia de los primeros en Galicia fue siempre limitada. Comerciábamos con francos y bizantinos, con quienes los reyes suevos mantuvieron alianzas. Cualquier derecho sobre naufragio se aplicaría entonces a naves piratas, contrabandistas, o a ocasionales episodios bélicos. En el siglo VII se seguía manteniendo el comercio de larga distancia entre Alejandría y Britania, la milenaria ruta del estaño, con escala en Galicia. Hasta la invasión árabe, en el golfo de Cádiz y Sevilla el 35% de las mercancías llegaban de Oriente Medio. Y Galicia estaba unida a estas rutas, al comercio con el sur hispano, desde los tartesos y fenicios. Para aplicar el derecho de naufragio solo tenemos un marco temporal oscuro, desde la invasión árabe del s. VIII hasta los tiempos del gran Gelmírez. Una época de piratas, de invasiones, de Reconquista, de escasa actividad mercantil marítima. En todo caso muy lejana de la moderna leyenda negra sobre barcos bien conocidos y con nombre. Desde el nacimiento de las grandes flotas y rutas, bajo el imperio de la ley, hasta nuestros días, la leyenda negra y el derecho de naufragio son dos bulos sin fundamento.

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