El papa Francisco ha muerto a los 88 años tras un pontificado marcado por la sencillez de un carácter amable y cercano que intentó orientar el rumbo de la Iglesia hacia las periferias del mundo, los pobres.
Nació en Buenos Aires en el seno de una familia modesta de inmigrantes italianos. Su infancia en el barrio de Flores y su experiencia durante la dictadura argentina moldearon su visión sobre la justicia social y la inclusión. En su juventud se graduó como técnico químico, pero a los 21 años decidió convertirse en sacerdote e ingresó en un seminario jesuita de la capital.
Proclamado a los 76 años el Papa número 266º, su elección sorprendió a los fieles, por sus gestos de austeridad. Rechazó el coche oficial y eligió como su hogar la Residencia de Santa Marta y no el Palacio Apostólico en el que residieron sus predecesores. Mantuvo los mismos zapatos negros sencillos que siempre utilizó y usaba relojes de plástico de 20 dólares, regalando algunos para que fueran subastados para la caridad.
En su primera aparición como vicario de Cristo, eligió vestir sotana, esclavina blanca y zapatos negros, en vez de muceta, roquete y zapatos rojos. En un italiano con fuerte acento porteño, presentó sus credenciales a una plaza de San Pedro abarrotada. “Sabéis que el deber del cónclave era dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo al fin del mundo. Pero aquí estamos”. El fin del mundo no era solo un lugar remoto, también una metáfora de lo alejada que podía encontrarse su concepción de la Iglesia universal, más social, transparente y universal.
Una vieja broma romana parte de la pregunta de ¿Cuál es la diferencia entre franciscanos y jesuitas? Que unos son hijos de un poeta italiano, los otros de un militar español. Ocurre que, en la mejor de las interpretaciones, el pontificado de Jorge Mario Bergoglio se ha nutrido de ambas. De la lírica de Asís tomo su apuesta por la pobreza y la preocupación por la creación; y de la disciplina de Loyola, santo fundador de la Compañía de Jesús, el discernimiento como camino para buscar la voluntad de Dios. Su lema, “Miserando atque eligendo” (Lo miró con misericordia y lo eligió), lo ha querido hacer vida en su forma de tocar a los intocables.
Desde su elección ha sido el Papa de las primeras veces: primer papa americano, primer papa no europeo en más de mil años, primer papa jesuita, y el primero en llamarse Francisco. Lo eligió por lo que le dijo el cardenal brasileño, Claudio Hummes, al abrazarle tras su elección como pontífice: “No te olvides de los pobres”. Francisco no lo ha hecho, y también ha buscado siempre la sencillez y el trato directo con ellos, afirmando que “En este mundo globalizado hemos caído en la globalización de la indiferencia. Nos hemos acostumbrado al sufrimiento de los demás. No nos afecta. No nos interesa. No es nuestro problema”.
Ha dado innumerables entrevistas, respondiendo a todo de forma muy coloquial y sin rodeos, y desde el inicio fue frecuente que llamara por teléfono a todo tipo de personas, a cualquiera, para responder a una carta o una solicitud de ayuda. Esta impronta personal y humana, de ruptura del protocolo, ha sido totalmente novedosa.
Ha pilotado la entrada de la Iglesia en el siglo XXI, afrontando los dilemas actuales. Pero si una palabra resume la prioridad de su mandato esta es “periferia”, de quien está al margen de la sociedad, de la ciudad, de las fronteras, quien se halla lejos del poder.
A lo largo de su ministerio, se reunió con líderes de diversas confesiones y culturas, y siempre abogó por un diálogo constructivo, poniendo en el centro de su mensaje el amor y la compasión. Su figura se convirtió en un símbolo de esperanza para millones de fieles en todo el mundo. Como su primer viaje a Lampedusa, la pequeña isla siciliana, “puerta de Europa” para miles de migrantes. En sus 47 visitas internacionales visitaría siempre países con pequeñas minorías católicas, Irak, Emiratos Árabes Unidos, Birmania, Macedonia del Norte, Bahrein, Mongolia…
Durante su pontificado destacó por su enfoque pastoral y su llamada a una “Iglesia pobre para los pobres”. Testigo incansable de la fe cristiana, ha sido siempre un firme defensor de la dignidad humana, incitando al compromiso con los más pobres y marginados. De ahí, su dedicación a la paz, la justicia y la misericordia.
Testigo creíble de la alegría y la sencillez del Evangelio, abogó por la misericordia, el perdón y la inclusión. Su encíclica “Laudato si” subrayó la urgencia de abordar el cambio climático y cuidar la creación. Además, implementó reformas significativas en la Curia Romana, buscando mayor transparencia y eficiencia. En 2018, revisó el Catecismo para declarar la pena de muerte como “inadmisible”.
El papa Francisco también enfrentó desafíos, incluyendo la crisis de abusos sexuales dentro de la Iglesia. Tomó medidas para abordar estos problemas, reuniéndose con víctimas y estableciendo protocolos más estrictos para prevenir futuros abusos.
Como Dios no teme a los cambios, sus diez años fueron acelerados, transformadores y, hasta cierto punto, revolucionarios y el desgarro de la coyuntura internacional, en coincidencia con su agonía, no ha dejado de servir para agrandar su figura y realzar su autoridad y brillo ético.
El Santo Padre fallece en medio de un Año Jubilar, dedicado a la esperanza como fuerza transformadora y profunda que se nutre de la fe en Dios y nos sostiene en los momentos difíciles. De esta virtud dijo un admirable poeta católico, Charles Péguy, que era la más difícil, y también la más agradable a ojos de la divinidad.
Su muerte terrena marca el fin de un pontificado lleno de humildad, sabiduría, amor y servicio al pueblo de Dios y al mundo entero. Que su ejemplo nos inspire a cada uno de nosotros a vivir nuestra fe con mayor autenticidad y generosidad.
