La Semana Santa ha empezado y las procesiones ya recorren nuestros pueblos. Muchos ya están de vacaciones y otros esperan al miércoles o jueves para iniciar el éxodo, y pese al aumento de la increencia, cada día hay más gente en la calle para sacar o ver esos tronos cargados de dolor y esperanza. ¿Espectáculo, o necesidad de trascender?
El hombre de hoy parece no tener tiempo para la trascendencia. La cultura es de usar y tirar. La conversación se encierra en un tuit o en un whatsapp. La religión es, muchas veces, superficial, aunque todavía quedan quienes tratan de vivirla con un poco de profundidad. A la Semana Santa es de aplicación aquello que decía John Henry Newman: “No es lo que hacemos, sino por qué lo hacemos, lo que en última instancia importa”.
La historia de la Pasión es sencilla y, a la vez, misteriosa. El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a los días santos. En él revivimos el compromiso de Jesús que inicia la culminación de su vida terrena. Va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para morir en la cruz, libremente aceptada por amor a la humanidad.
Su pasión, muerte y resurrección son la prueba definitiva de que el inocente, al convertirse voluntariamente en víctima, transforma el amor en la auténtica medida de todo. El Jueves Santo, está muy presente el ideal de servicio que se expresa en la celebración del lavatorio de pies. Jesús con ese gesto se convierte en servidor de sus discípulos y nos invita a seguir su ejemplo. El sacrificio es la clave para interpretar el Viernes Santo, porque Jesús muere para salvar a la humanidad entera. Mientras que la alegría gozosa es lo que caracteriza a la Vigilia Pascual, para celebrar que la luz triunfa sobre las tinieblas y Jesús vence a la muerte.
Cada Semana Santa, Cristo ofrece la conversión que la sociedad necesita: cambiar el camino del mal, de la insolidaridad, o de la violencia, por el camino del bien, de la solidaridad, de la justicia, de la fe, de la paz.
De la noche en Getsemaní a la tarde en el Gólgota, la historia de Jesús de Nazaret es demasiado humana para dejarnos indiferentes. Por eso, este es tiempo para que el rostro del Señor se muestre en el corazón de cada uno de nosotros. La entrada triunfante en Jerusalén nos muestra el rostro humilde de Jesús ante la aclamación de un pueblo que lo recibe con júbilo. El rostro afligido y angustiado de la noche en el huerto, dispuesto a que se haga la voluntad del Padre. El rostro paciente y dolorido de la cruz. El rostro sorprendente y glorioso de la resurrección en que nos devuelve la esperanza en la vida nueva y eterna.
En la Semana de Pasión, Dios nos espera en las calles e iglesias. A solas, sin testigos, aunque nos rodeen miles de personas. La pasión es dura, terrible y exigente, pero como decíamos también alegre, porque a la muerte en la cruz sigue la resurrección, por eso no hay nada más triste que un cristiano triste.
Como la fe y la alegría se celebran mejor cuando se comparten, la vivencia auténtica de esta semana pide una armonización entre las celebraciones litúrgicas y los ejercicios de piedad, como por ejemplo las procesiones, que con su discurrir por las calles son verdaderas expresiones de fe.
Vivir la Semana Santa con Jesús y hacerlo con el corazón, es confiar en su bondad infinita y decirle, Señor, “acuérdate de mí”, y que en la resurrección también nosotros nos dejemos renovar por la alegría del amor y la misericordia.