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jueves, septiembre 5, 2024

La Ley del Suicidio

Nos anuncia el Sr. Presidente, Pedro Sánchez, una serie de medidas destinadas a aliviar las cifras de suicidio que se van disparando. España sobrepasa por primera vez los seis suicidios por cada cien mil habitantes, lejos de los países del Este, los Bálticos y los Nórdicos que lideran el ranking. Sin embargo Galicia casi los iguala.

Antes de exponer mi apotegma, considero necesario aclarar algunos aspectos sobre este escabroso asunto. Existen factores como el clima que afectan al ánimo de las personas, fabricando un escenario emocional más propicio para la depresión, y por tanto para el abandono de esa fuerza vital que nos sujeta a la supervivencia. Groenlandia tiene con diferencia las tasas más elevadas de suicidio; el frio, la nieve, la incomunicación, en definitiva, la soledad, fomentan la desfallecimiento de la estenia. Por otra parte, las religiones deterministas y la moral agonal de ciertos pueblos fomentan el denominado suicidio cultural. Por ejemplo, el caso de los samuráis en Japón.

El suicidio en la actualidad es un elemento propio de las sociedades desarrolladas. Regiones como el África Subsahariana o Iberoamérica no alcanzan las apabullantes cifras de EE.UU o Europa. Lugares castigados por hambrunas y conflictos, donde la supervivencia es la ley natural de cada día (Jamaica, Haiti, Somalia, Sudan del Sur, la propia Siria) presentan muy bajas tasas de suicidios. Es más, a pesar de la crisis, Grecia posee las más discretas de toda Europa.

Pero siguiendo al ensayista pionero en este campo, Emile Durkheim, existen varios tipos de suicidio según su causa. Prescindiré de entrar a indagar en los anteriormente citados, así como en el suicidio altruista, por escasa implantación en Occidente, y en el egoísta, provocado principalmente por psicopatías, que por cierto, alimentan las redes sociales, la literatura y los audiovisuales con contenidos violentos y de nefandos valores éticos.

Los dos tipos de suicidio estrella en el mundo occidental son el anómico y el fatalista.

El primero (según Durkheim), se produce en épocas de transformaciones sociales que enfrentan normas tradicionales y novedosas, en periodos de hundimiento económico pero paradójicamente también en momentos de expansión. «El suicidio anómico es provocado por una falta de normas o incapacidad de la estructura social para proveer a ciertos individuos de lo necesario para lograr determinadas metas en la sociedad». El seres humanos objeto de suicidio anómico se ven incapaces de alcanzar los objetivos sociales más convencionales, sobre todo los relacionados con el «éxito», por ello se quitan la vida.

En el siglo XIX esta tipología de suicidio infringía bajas principalmente entre los no resistentes al escrutinio victoriano: homosexuales, románticos exaltados, artistas incomprendidos, obreros revolucionarios enemigos de la Ciencia Lúgubre de Manchester…

Hoy el suicidio anómico es una práctica muy extendida en los países del Este de Europa, donde muchos se ven inhabilitados para adaptarse a la era capitalista tras décadas de un comunismo, que aunque miserablemente, proveía a sus súbditos de insumos básicos, eximiéndolos además de responsabilidad en el progreso y en las decisiones jurídico-políticas de su entorno.

En los países anglosajones, protestantes, prusianos y mediterráneos, el suicidio anómico es un poco menos común. Incide principalmente en los arruinados. La economía neoliberal obliga a sus exitosos a un estatus al que ya no pueden renunciar por prestigio y modus vivendi.
El segundo tipo de suicidio es el fatalista. Este avanza a pasos agigantados, afectando a los individuos incapaces de respirar en una sociedad en exceso normativa, de leyes estrictas, incluso de gran coacción tributaria. El rechazo a adaptarse o subyugarse a una legislación exigente, al trabajo estresante o a la colosal tributación aboca a muchos a la inmolación.

En la antigüedad el suicidio fatalista era propio de las sociedades esclavistas pero actualmente se extiende como una epidemia entre las comunidades infectadas por la normatividad de la socialdemocracia y su obsesión regulatoria.
En la socialdemocracia el Estado supedita al individuo bajo una aparente pero falsa entelequia democrática. La libertad positiva se ha exagerado y caricaturizado hasta la demencia, y sobre todo, últimamente viene trastocando los aspectos más privados de la vida de las personas.

Primero, debilitando la familia y la potestad de los padres respecto a sus hijos. La educación de los niños ha sido secuestrada por el Estado. Segundo, adulterando la relación entre hombres y mujeres, hilvanando una guerra de género a través del feminismo, de la discriminación positiva o la cohibición del sexo, esto último en complicidad y bajo el soborno de las teocracias que buscan anular la sensualidad femenina, y de paso construir a un «varón» asexuado, más frágil, por tanto más fácil de manipular y conquistar.

Uno de los principales motivos de la Caída del Imperio Romano fue el acotamiento categórico de la libertad sexual por parte del cristianismo. Castradas las emociones hedonistas, el ser humano fue inducido a un supuesto espiritualismo que conllevaba un no placer y que por tanto no permitía la felicidad sensorial y sexual. En esa coyuntura era difícil encontrar motivos objetivos para defender ese modo de vida, esa sociedad, ese territorio, en definitiva al Imperium.

Al igual que las religiosas, las providencias dictadas por los socialistas generan frustración y represión en las emociones y en las pasiones, constriñen la libertad y la autorealización, no hay premios para el meritorio sino para el manso a esta idiosincrasia. Aquellos que se revelen serán tachados de reaccionarios y perseguidos por la propaganda y desde la maquinaria del Estado, los que sencillamente resistan de forma pasiva se convertirán en realidad en potenciales víctimas del suicidio fatalista, o suicidio socialista.

Sin duda, la socialdemocracia en España ha alcanzado las mayores cuotas de absurdo de la historia, defendiendo a ultranza la eutanasia, (que yo no tengo nada en contra de ella), pero al unísono vituperando escandalosamente el suicidio, que es considerado por muchos intelectuales como un último acto de heroísmo. Desde luego, es un indiscutible ejercicio de libertad individual aunque yo lamente esa muerte e incluso abogue por convencer al presunto suicida de que inmolarse no es una solución. De hecho, debemos habilitar profesionales, medios y metodologías para evitar los suicidios, y sobre todo construir una ciudadanía dotada de valores éticos y libertad.

Pero no hay nada más histriónico e incongruente que ¡legislar contra el suicidio! Se me ocurren algunas ideas para nuestro Presidente Doctorado:

1) Abolir el suicidio por ley.
2) Requisar cinturones o sogas, prohibir a los presuntos suicidas subir a las azoteas, no vender hojillas de afeitar a los diagnosticados de depresión.
3) Multar a los suicidas o a sus herederos con un impuesto de sucesiones gravoso.
4) Renta universal a individuos con antecedentes de suicidio. Si son mujeres, entrega caja clap trimestral por cortesía del Sr. Vicepresidente Pablo Iglesias.
5) Asignatura obligatoria de «Educación contra el Suicidio y por la Eutanasia». Tendrá 100 créditos en la Universidad Juan Carlos I.
En fin, ¿no se dan cuenta los políticos de que a más regulación, mayor represión, y por tanto, más suicidios? El Consejo de Ministras haría bien tomar «consejo» de Emile Durkheim.

[1] Caja Clap: Caja de alimentos básicos entregada semestralmente por el Gobierno de Venezuela a los que presentan el Carnet de la Patria. Consiste en un kilo de harina pan, paquete de pasta Made in China y 200 gramos de caraotas (especie de frijoles) con bicho.

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