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martes, octubre 8, 2024

PCE. De las Brigadas Internacionales al Sábado Santo

Al inicio de la Guerra Civil el PCE, frente a la política de No-Intervención de la Sociedad de Naciones, recabó el apoyo de la U.R.S.S. Los Partidos Comunistas, donde los había, movilizaron «las amplias masas trabajadoras» y la expresión del internacionalismo proletario se cristalizó en las Brigadas Internacionales.

Es curioso que en apoyo del Gobierno de la República acudiese Stalin mientras que León Blum, socialista y presidente del Gobierno francés, fuera el que apadrinó la No-Intervención; que otro socialista, Spaak, ministro de relaciones exteriores del Gobierno belga, fuese el primero que planteó el reconocimiento del bando nacional; que fueron los Gobiernos de los países escandinavos, también con sus socialistas, los que se apresuraron a enviar a representantes económicos a Burgos, capital de los alzados, y de los primeros en reconocer al Gobierno del General Franco. Y tampoco estaría de más recordar que el Pacto de Múnich fue apoyado y aclamado por los dirigentes de la socialdemocracia internacional.

Internamente los comunistas españoles centraron sus esfuerzos, «con la perspectiva de una lucha larga», en la creación del 5º Regimiento, embrión del añorado Ejército del Pueblo que debía regirse, por las enseñanzas del marxismo-leninismo, con estos postulados esenciales: utilización de los «mandos que iban surgiendo del pueblo» en los puestos a los que eran elevados por los propios combatientes; preparación y educación de nuevos cuadros, también «surgidos del pueblo»; utilización simultánea en el nuevo ejército de todos los antiguos militares fieles a la República; y por supuesto, como marcaba el Ejército Rojo, «nombramiento de comisarios políticos en todas las unidades de las fuerzas armadas».

De este modo cuando en octubre de 1936, el Gobierno publicó el decreto de creación del Ejército Popular, de los seis jefes nombrados para organizar las primeras seis brigadas, cuatro eran comunistas y pertenecían al 5º Regimiento, incluido Enrique Lister el jefe del mismo y designado para formar la Primera Brigada. Esta, como las cinco restantes, fueron constituidas con fuerzas pertenecientes en su totalidad al 5º Regimiento. A finales de diciembre ya se habían incorporado a las filas del Ejército Popular el 70 % de las fuerzas del Regimiento, y el resto continuó haciéndolo paulatinamente.

Pero, pese al esfuerzo del PCE, la «Gran Guerra Revolucionaria» se estaba convirtiendo en la guerra que estaba ganando Franco. Los intentos de alargarla no convencían en el frente republicano y se buscaron responsables. Besteiro, el Coronel Casado y la Junta que denominaron «Consejo de Defensa» se convirtieron en la bestia negra del comunismo por dejarse convencer por los Gobiernos de Gran Bretaña y Francia. «Fueron los servicios del imperialismo anglofrancés los que impulsaron la preparación y ejecución del complot contra la República». El 27 de febrero de 1939 el embajador inglés comunicó oficialmente al Gobierno de Negrín que ese mismo día se presentaría en la Cámara de los Comunes, para su votación, la resolución que reconocía al Gobierno de Franco y que retiraba la representación diplomática inglesa cerca del Gobierno de la República. A esta iniciativa se sumó el Gobierno francés.

Terminada la Guerra Civil el PCE pasó a la clandestinidad: «Al Partido no se le ve, pero se le siente». Los que no lograron salir de España conformaron el maquis, pequeñas unidades dedicadas al sabotaje subsistieron «echadas al monte» para evitar el tiempo de «los ajustes de cuentas». La Guerra se había configurado desde el principio como una apuesta de máximo riesgo: todo o nada. Y el bando vencedor tenía muchas cuentas pendientes.

Con el estallido, en el mes de septiembre, de la IIGM se renovaron las esperanzas de que en España hubiese una segunda oportunidad para con los vencidos, pero el pacto de no agresión entre la Unión Soviética y la Alemania nazi, y el reparto de Polonia, supusieron un retorno a la realidad del pasado mes de abril.

El comunismo español tuvo que esperar hasta la victoria soviética de Stalingrado para albergar nuevas esperanzas de que los Aliados derrotasen al Eje e interviniesen en España. Lo primero sucedió en 1945, pero lo segundo nunca figuró entre los objetivos de Londres y Washington. Es más, finalizada la IIGM, y con la amenaza del nazismo desaparecida, que ejercía de nudo gordiano de los intereses de las potencias aliadas, las disensiones entre dos formas antagónicas de entender el mundo comenzaron a ser las bases sobre las que girarían la política internacional hasta la caída de la Unión Soviética.

El intento de vincular, lo que el PCE bautizó como, «la Gran Guerra Revolucionaria» con la IIGM solo quedó en intento y en parte de la propaganda de confrontación. Sobre Europa, en palabra de Churchill, había caído un «telón de acero», y ese telón pretendía ocultar las carencias y miserias de la realidad soviética. Los comunistas españoles tuvieron que abandonar toda esperanza, si es que todavía la tenían a finales de los años 40, de una intervención extranjera que derrocase el régimen surgido de la guerra que ganó Franco. «El Partido se replegó́ en condiciones extraordinariamente difíciles y se preocupó de un modo especial de salvar el máximo de camaradas».

Stalin no podía olvidar su fracaso en España ni la participación de la División Azul dentro de sus fronteras. La presión que ejerció en la Conferencia de Potsdam de 1945, y en las Naciones Unidas en 1946 se saldó con una condena a la dictadura de Franco por la ayuda prestada a las potencias del Eje. Pero la amenaza del imperialismo soviético a la paz en el mundo, y la nueva política de bloques, hizo que esa condena no se tradujese en medidas concretas, tales como la ruptura de relaciones diplomáticas y comerciales.

El bloque comunista se fue apropiando del control de los países por los que avanzaba su bien engrasada maquinaria de guerra. El Ejército Rojo llegó a Berlín y desde ahí hacia el este florecieron «repúblicas democráticas populares»: Alemania Oriental, Polonia, Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía, y Yugoslavia.

Países de Asia como China, Corea del Norte y, posteriormente, Viet-Nam se constituyeron en «el campo mundial del socialismo», sobre la vida y destino de mil millones de almas que ocupaban la tercera parte del globo terráqueo. Luego continuaría la expansión por Hispanoamérica y África, pero esa es otra historia.

Mientras tanto en Méjico se había constituido en 1945, después de la dimisión de Negrín, un nuevo Gobierno republicano en el exilio presidido por José Giral. Con Santiago Carrillo como ministro del mismo. Desde esa fecha hasta el verano de 1947, el PCE participó, al lado de los partidos republicanos, del PSOE, de un grupo cenetista y de partidos separatistas, en los Gobiernos republicanos presididos en el exilio por Giral y Llopis. Ya estaba al frente de la Secretaría General Dolores Ibarruri, tras la muerte de José Díaz.

Pero un nuevo desencuentro con los moderados del PSOE volvió a fastidiar la preconizada unión de los comunistas. Prieto, en el verano de 1947, consiguió que una Asamblea de Delegados del PSOE votase la retirada de este del Gobierno presidido por el socialista Llopis, lo que equivalía a su liquidación.

Ante el III Congreso del PSOE en el exilio, Prieto definió́ la esencia de la política que preconizaba para acabar con la dictadura en los términos siguientes:
«Camino no hay otro . . . que el de servir los deseos de las potencias occidentales reduciéndonos a lo que dichas potencias quieren concedernos».
Y lo que las potencias occidentales querían conceder no era ni más ni menos que la continuación del Gobierno de Franco.

En plena guerra fría el PCE tuvo que enfrentarse con nuevas dificultades. La política de los Gobiernos occidentales, incluso la de la Internacional Socialista, se centraba en el anticomunismo. El Gobierno francés, en el que participaban los socialistas, prohibió Mundo Obrero; numerosos militantes del PCE y del PSUC fueron detenidos y deportados.
En febrero de 1956 se reunió el XX Congreso del PCUS.

Y el PCE aprobó́ todas sus tesis así como la declaración de la Conferencia de Moscú́. «El Partido tomó posición contra el revisionismo en todos los problemas palpitantes planteados en el mundo . . . defendió́ la unidad del campo socialista y del movimiento comunista internacional sobre la base del marxismo-leninismo, se alzó contra la especulación escandalosa que el imperialismo intentó hacer de los sucesos contrarrevolucionarios de Hungría y condenó las posiciones anti marxistas adoptadas en el Congreso de Liubliana por la Liga de los Comunistas de Yugoslavia.»

Una vez que desistieron de sus intentos de rebelión popular «de las masas obreras y campesinas», la dirección del PCE regresó al viejo concepto de preguerra de la «Unión Nacional», proponiendo una «reconciliación nacional de los españoles», al tiempo que miembros del partido se infiltraban en las organizaciones del Movimiento, especialmente en las católicas (la Juventud Obrera Católica (JOC), las Hermandades Obreras de Acción Católica (HOAC) y el movimiento sindical de Acción Católica), para desestabilizarlo y promover conflictos laborales y políticos.

En los años sesenta de toda la oposición izquierdista, únicamente los comunistas, como prácticamente desde que terminó la Guerra Civil, permanecían activos, aunque habían moderado sus tácticas y abandonado cualquier idea de derrocar la dictadura. El único sector político que realmente preocupaba a Franco eran los monárquicos.

El 30 de julio de 1974, el PCE había constituido en París, la Junta Democrática, integrada por dos pequeños partidos neo marxistas y un útil compañero de aventura: la transfigurada Comunión Carlista Tradicionalista, que bajo el liderazgo de Carlos Hugo había evolucionado desde la extrema derecha hasta la izquierda para abrazar el socialismo autogestionario.

Para rematar la conjunción de nuevos afines, desde Portugal don Juan se une a la Junta y pretende convertirse en «el rey de los rojos» (durante el Alzamiento pretendió todo lo contrario). Mientras tanto, en junio de 1975, el PSOE y otros partidos de izquierda y liberales se agruparon en la Plataforma de Convergencia Democrática, a la que también se unió el aspirante carlista Carlos Hugo. La Junta Democrática «comunista» llegó a organizar una conferencia en una sala del Congreso en Washington, en junio de 1975, para pedir al Gobierno norteamericano «que ejerciera presión directa sobre Madrid» tras la muerte de Franco, lo que supuso un ejemplo curioso de un partido comunista apremiando a la administración norteamericana para que interviniera en los asuntos internos de un país soberano.

Pocos años después, en 1977, un sábado santo, el PCE fue legalizado. Lo que sucedió más tarde quizá lo contemos en otra ocasión.

El anterior artículo de José Gilgado «El PCE(1933-36)

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