Como cada año, ciertos partidos y organizaciones del ámbito de la extrema izquierda (que son los principales abanderados de esta causa), según se va acercando el 14 de abril comienzan a calentar motores, para hacer gala, durante el día de hoy, de un fervoroso y combativo republicanismo, y dar rienda suelta a sus críticas a la Monarquía y a proclamar la supuesta necesidad imperiosa de instaurar la III República.
El discurso es el de siempre, la tan manida «herencia franquista», «la carencia de legitimidad democrática» o «que el Rey no hace nada», entre otros eslóganes y falacias argumentativas. Desde esas instancias nos plantean este supuesto debate como si la instauración de la Tercera República fuese la Panacea para resolver todos los problemas de que adolece España, desde los económicos y de paro estructural, pasando por el demográfico (que nos conduce irremisiblemente, si nadie lo remedia, al suicidio como comunidad nacional), o el territorial (que como decía Gustavo Bueno, hunde sus raíces en los problemas identitarios). En realidad, no es una cuestión que interese especialmente a los españoles, siendo un asunto de minorías, más allá de las polémicas surgidas en redes sociales, y de aquellas personas que se dedican al activismo político de determinado signo.
El principal obstáculo que rodea a este «dilema» cada vez que salta a la palestra es la visceralidad y sectarismo de las posiciones mantenidas por estas facciones, que simplemente no quieren confrontar ninguna clase de ideas sino su imposición forzosa.
Uno de los principales mantras que se suelen argüir con insistencia machacona es que la Monarquía es, per se, antidemocrática por cuanto impide la elegibilidad de la Jefatura de Estado, y ello supondría un menoscabo del carácter democrático del sistema. Pero la realidad es que tanto la Corona como las reglas de sucesión que le son aplicables gozan de legitimidad originaria al haber sido aprobadas en nuestra Constitución por el conjunto del pueblo español.
Pese a ser verdad que en las Repúblicas existe una elección periódica de la Jefatura de Estado, cabe decir que en la medida en que en un sistema parlamentario como el que existe en España (o en Alemania o Austria), el Jefe de Estado no ostenta poder político en sentido estricto (el Rey reina pero no gobierna), no tendría por qué ser necesariamente exigible su elección periódica. En un momento en el que la sociedad española se encuentra tan polarizada ideológicamente, con una notable convulsión política, y con uno de los momentos más delicados en lo que se refiere a la estabilidad institucional y territorial, constituye más una ventaja que un inconveniente.
Por otro lado, la estabilidad que otorga la continuidad de la persona que encarna la institución de la Monarquía, le confiere un valor añadido que puede ser valorado muy positivamente si lo analizamos desde la perspectiva de las relaciones internacionales, sobre todo considerando la alta preparación de los miembros de la Casa Real, pues desde su nacimiento son educados en el servicio a España.
La honestidad intelectual exige subrayar que partir de la premisa de que toda Monarquía es en sí misma ilegítima y antidemocrática choca con la realidad de los hechos. Basta echar un rápido vistazo a la realidad existente en nuestro continente y en el resto del planeta para darnos cuenta de la falsedad de semejante afirmación. Con la libertad o la falta de la misma, y con la prosperidad o la miseria nada tiene que ver la forma de Estado. Ejemplos no faltan. Cuba, por ejemplo, es una República, y no es en absoluto un país libre, desde el punto en que se quiera abordar.
En cambio, según los datos ofrecidos por Freedom House, muchos los países que ocupan los primeros puestos en índices de libertad humana, económica y política, de prensa o de desarrollo son Monarquías (Noruega, Dinamarca, Holanda, Suecia, Canadá, Australia o Nueva Zelanda). Del mismo modo, existen Monarquías como Arabia Saudí o Swazilandia que son dictaduras, y Repúblicas como Austria o Estados Unidos, que son democracias y países muy avanzados. Esto no hace más que afirmar que la forma de Estado no está directamente relacionada con el grado de desarrollo y libertades civiles de sus ciudadanos.
Otro de los clichés que se suelen sacar a relucir cuando se pretende deslegitimar a la Monarquía, es que «el Rey no hace nada». Las comparaciones para tratar de justificar esta postura en la mayor parte de los casos no obedecen sino a un profundo desconocimiento de lo que es un sistema parlamentario, de uno presidencialista estadounidense o el semipresidencialista francés. Nuestro Rey, o el Presidente de una República Parlamentaria como Alemania, por ejemplo, realizan fundamentalmente las mismas funciones, y aunque carezcan de poder político en sentido estricto, las atribuciones que le son encomendadas son esenciales para el engranaje del Estado y su correcto funcionamiento. Históricamente en España, además, las Cortes, los Fueros y los diferentes consejos regios actuaron siempre como contrapeso o complemento del poder real, por lo que ni siquiera podría entenderse que haya sido una Monarquía desde planteamientos aristotélicos.
Los problemas de España son mucho más profundos que la inelegibilidad forma de Estado. Podemos fijarnos en el caso de Italia, que sociológicamente es un país muy parecido al nuestro, con enormes niveles de corrupción o de paro estructural, y es una República. No parece probable que su solución pase por la restauración de la Monarquía en Italia (sea la de los Saboya u otra), como tampoco que los nuestros puedan arreglarse taumatúrgicamente por el solo cambio de la forma de Estado. No por ello España pasaría a ser un país libre y dichoso. El escollo más importante que impide que España alcance un grado de prosperidad y libertad deseable, es que ha degenerado en un régimen partidocrático, con una escandalosa cooptación del poder y el enorme intrusismo que éste ejerce sobre las vidas de los españoles, así como la merma de la separación de poderes, que constituye la garantía del funcionamiento de las instituciones y la libertad ciudadana.
También suele argumentarse para desprestigiar a la Corona la existencia de privilegios reales. Sin embargo, la concesión de privilegios legales a miembros de la Casa Real no se deben a que la Monarquía sea la forma del Estado, sino que dependen de la voluntad del legislador por establecer o no privilegios. Si ese es todo el problema, sencillamente se pueden realizar las reformas pertinentes para retirarlos. ¡Será por privilegios que tiene la casta política en España! Somos el país del mundo con más aforados, que no están sometidos a la Justicia ordinaria. Nuevamente, no es una cuestión de Monarquía o República, donde también existen aforamientos, como sucede en Portugal e Italia con el Presidente de la República, o en Francia con el Presidente, el Primer Ministro y los Ministros.
Y por último, la razón que considero más importante es el de la cuestión histórica, los resultados prácticos y nuestra tradición, que desde luego tiene su origen mucho antes de la finalización del régimen franquista. La Monarquía es consustancial a la historia de España. Con la salvedad de los dos breves períodos republicanos, que fueron un absoluto desastre, España es un país con una profunda tradición monárquica. La Primera República, que no llegó a durar dos años, terminó con un motín cantonal por todo el país, mientras que la Segunda República, terminó mucho peor, con el estallido de la Guerra Civil. Habida cuenta de dicho historial y que quienes encabezan estas algaradas son quienes son, podemos imaginar de qué palo iría una hipotética Tercera República, que sería muy del estilo de la Segunda.
A diferencia de lo que sucede en los sistemas republicanos, el Rey no es un simple Jefe del Estado, sino que encarna la Nación, siendo, como dice la Constitución, símbolo de su unidad y permanencia. España, como Nación, «es un hecho de existencia vital colectiva» y no de «voluntad» -que diría Antonio García-Trevijano-, cuyo origen se remonta al Tercer Concilio de Toledo, con la conversión de Recaredo al catolicismo. La Monarquía, nos ayuda a recordar que tenemos un pasado, y eso es vital para las comunidades humanas, por mucho que las ideologías constructivistas quieran hacer pensar lo contrario y considerarnos como tablas rasas sobre las que se puede hacer «tabla rasa» y sobrescribir eternamente.
La tradición, entendida como la transmisión o entrega de costumbres hecha de una generación a otra y conservada por un pueblo, tiene una importancia mucho mayor que la que se le quiere reconocer actualmente. En lugar de buscar razones triviales para renegar de nuestra Patria, haría bien toda esa gente que cada 14 de abril sale a la calle a pedir la III República en asumir lo que nos han entregado, tratando de comprenderlo sin darlo todo por equivocado y por malo, y arrimando el hombro para, lealmente, contribuir a mejorar lo que sea mejorable de España, en lugar de juntarse con aquellos que aspiran a la ruptura de la Nación.