Sábado Santo, día 9 de abril de 1977, a pocos meses de las primeras elecciones del post franquismo, el Partido Comunista de España es inscrito en el Registro de Asociaciones Políticas después de casi 40 años de clandestinidad. Por aquel entonces la República Federal de Alemania, en la que gobernaba el SPD (Partido Socialista Alemán) no había legalizado a sus comunistas y, en España, el PSOE se dividía entre los partidarios de apoyar la legalización del PCE y los que no querían otra fuerza que les disputase la hegemonía de la izquierda, escaldados como estaban del particular aprovechamiento, como veremos, que los comunistas habían hecho de los socialistas desde el inicio de los tiempos. ¿Qué balance de situación aportaban los comunistas para participar en la incipiente democracia? Que lo decida el amable lector después de las consideraciones que se exponen a continuación.
Decían de Esparta que no tenía ejército porque Esparta era en sí misma un ejército. De los comunistas en España se podría decir que no tenían partido porque estaban encuadrados en uno fundado, en 1879, por Pablo Iglesias Posse, con un programa político de un acentuado dogmatismo marxista que procedía directamente de los escritos de Karl Marx y de Jules Guesde (articulista del periódico L`Égalité a través del que difundieron las ideas marxistas en Francia). Tan es así que el primer secretario general de la UGT, sindicato creado por los socialistas en 1888, Antonio García Quejido, más tarde sería fundador del Partido Comunista de España y uno de sus primeros secretarios generales.
El punto de inflexión para la ruptura de la unidad de los marxistas españoles se sitúa en la III Internacional, en marzo de 1919, donde se alzaron victoriosas las tesis del marxismo-leninismo sobre las del reformismo. En el PSOE, y de manera especial en sus juventudes, se produjo un movimiento de adhesión a la Internacional Comunista y el 15 de abril de 1920, en la Casa del Pueblo de Madrid, en uno de esos famosos golpes de timón, que para algunos gustos son demasiado frecuentes en la organización, se reunió en Asamblea Nacional con un solo punto en el orden del día: la necesidad de transformar la Juventud Socialista en Partido Comunista.
Renovación, el periódico de la Juventud Socialista, se transformoÌ en El Comunista, primer órgano de prensa del nuevo partido autodenominado de la clase obrera. El, recién estrenado, Partido Comunista envióÌ una delegación al II Congreso de la Internacional Comunista reunido en Moscú a finales de julio de 1920. El poder soviético reconoció, al joven partido, como sección española de la III Internacional y le fue otorgado un puesto en el ComiteÌ Ejecutivo y Merino Gracia, flamante delegado comunista patrio, fue recibido por Lenin.
A partir de entonces, la franquicia española del internacionalismo se revelaría como «una fuerza política dotada de un claro contenido proletario; como un partido inspirado en los meÌtodos y principios leninistas de organización; como un combatiente de vanguardia por la transformación de la España semifeudal y monárquica en una España democrática y abierta al progreso social», quizá como en la URSS.
Mientras tanto, la crisis en el PSOE continuaba latente. El 13 de abril de 1921 algunos delegados abandonaron el III Congreso extraordinario del PSOE y se trasladaron a los locales de la «Escuela Nueva», para cambiar una «S» por una «C» y declarar constituido el Partido Comunista Obrero Español. Veía la luz, de este modo, el segundo partido comunista de España, adherido a la III Internacional, y cuyo origen, igual que el primero, estaba en el partido del señor Iglesias, que tanto sufrió con estas deserciones.
Del 7 al 14 de noviembre de 1921, se celebroÌ en Madrid una conferencia para la fusión de los dos partidos comunistas en un solo Partido Comunista de España (PCE), que se lanza, sin perder un minuto, a desarrollar su sentido patrimonial de las «masas de obreros y campesinos», combatiendo lo que les parece ya una «vieja teoría oportunista» del PSOE, y echan en cara a sus ex camaradas que se han vuelto unos burgueses al proclamar la necesidad de pactar una «tregua social» entre el capital y el trabajo. Mientras ellos alardean de pastorear al proletariado español según el mandato del santo padre Lenin, como recoge la revista La Internacional Comunista: «El proletariado español ha ocupado uno de los primeros puestos del mundo en los combates contra la burguesiÌa. Es difícil hallar algo semejante a la energiÌa huelguiÌstica que desarrollan los obreros españoles».
Tan es así que el periódico católico El Debate comparaba, con gran preocupación, la situacioÌn de España a comienzos de 1933 con la de Italia en 1919; ya que esas «masas de campesinos» habiÌan ocupado en un solo mes casi tantas fincas como las de Italia de 1919 a 1922. La estrategia del PCE pretendía una retroalimentación entre las «acciones campesinas» de ocupación de propiedades ajenas debidas a la radicalizacioÌn de las «masas rurales» contagiadas «del movimiento huelguístico del proletariado industrial» que, a su vez, repercutiÌan en este, generando sinergias, para una «alianza de los obreros y de los campesinos».
La pretensión no era otra que importar el modelo del cruento golpe de Estado soviético de octubre del 1919, e implantar el paraíso socialista en España, lo que consiguieron sin mucho tardar porque a «la lucha de las masas trabajadoras por el pan y la tierra» respondióÌ el Gobierno republicano-socialista con la llamada Ley de Defensa de la República, de octubre de 1931, a poco de arrancar el bienio azañista. Que era una ley del embudo para embridar a monárquicos, católicos, conservadores o cualquier otro sospechoso de animadversión hacia la República, pero que también sirvió para «reprimir violentamente las aspiraciones de la clase obrera y de las masas campesinas». El caso es que las tragedia de Castilblanco, Arnedo y Casas Viejas fueron los frutos sangrientos de los desmanes revolucionarios y de la represión gubernamental.
Pongamos un dato sobre la mesa: los representantes de «las masas obreras y campesinas» en la elecciones legislativas de julio de 1931 obtuvieron 60.000 votos. Hay que ver que mal se llevan los números y las palabras en el discurso populista.
En paralelo a la acciones desestabilizadoras, el PCE, desarrolla una estrategia de coalición siguiendo al detalle el manual del buen revolucionario que aconseja las alianzas cuando se hace imposible la toma del poder por medios propios. De este modo el «Partido propugnoÌ y propicioÌ la creación del Frente Antifascista», concebido para agrupar a cuantos estuvieran dispuestos a «cerrar el paso a la reacción». Inicialmente este Frente Antifascista estuvo integrado por el Partido Comunista, la Juventud Comunista, la Confederación General del Trabajo Unitaria, la Federación Tabaquera, el Partido Federal, la Izquierda Radical Socialista y «diputados de diversas tendencias». Las cinco primeras eran organizaciones vinculadas a las corrientes comunistas.
Y fue en Málaga, en noviembre de 1933, donde se creoÌ el primer Frente Popular con el pacto entre comunistas, socialistas y republicanos, gracias al cual «la candidatura antifascista triunfoÌ sobre la reaccionaria», saliendo elegido el primer diputado comunista de España: Cayetano BoliÌvar. El camino hacia la coalición frentista de 1936 se allanaba a costa de torcer el brazo a la corriente moderada, social demócrata, del PSOE.
Largo Caballero, que había sido en 1920 y años posteriores, junto a Besteiro, según la propaganda comunista, «uno de los clásicos representantes de la tendencia derechista-oportunista en las filas del Partido Socialista» pasoÌ de la colaboración con la dictadura de Miguel Primo de Rivera y con los gobiernos republicanos a posiciones extremistas que representaban un gran paso hacia la transformación del Partido Socialista en un partido obrero clasista y preparaban el terreno para el entendimiento entre los dos partidos que se disputaban el espacio de la izquierda revolucionaria nacional: el Partido Comunista y el Partido Socialista. El PCE conseguía avanzar en la estrategia marcada y saludoÌ este cambio esforzándose en establecer con el PSOE un acuerdo como base para «la realización de la unidad de la clase obrera, sin lo cual no era posible oponer una resistencia seria a la amenaza fascista».
Los dirigentes socialistas que antes eran denostados, y descalificados con todo tipo de improperios y medias verdades, los Iglesias, Prieto, Caballero, Besteiro, De los Ríos . . . etcétera, de burgueses, golpistas, vendidos a la oligarquía, monárquicos, fascistas o reaccionarios, ahora son alabados y atraídos al estanque dorado de la alianza proletaria. Algo parecido sucedió con las demás fuerzas republicanas y separatistas que deberían formar la gran coalición que permitiese la entrada de los comunistas en el gobierno.
Lo dejamos aquí, dónde el parecido con la actualidad no es pura coincidencia, con la promesa de retomar la trayectoria del PCE en noviembre de 1933 y en las elecciones a Cortes que gana el centro derecha. Sucedió lo que no debería suceder jamás, pierden los que habían «traído la República»… imperdonable. Y lo pagaríamos, todos, con creces.