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viernes, marzo 22, 2024

Sicixia, Buserana revisitada

//Un artigo de Rafael Lema Mouzo sobre o filme Sicixia//

Asistí a la presentación en Carballo de Sicixia, la arriesgada película de Ignacio Vilar ambientada en la Costa da Morte, un nuevo milagro para la cultura de nuestro país, una estrella gallega en el cielo cinematográfico de calidad en estos tiempos coléricos. Vilar rescata la leyenda de la Buserana de Muxía y la arrastra por las luces y sombras de nuestro siglo. Una era sin crueles castellanos como «nos tempos dos mouros», pero que conserva viejas fracturas y obsesiones tribales, en donde la cultura tradicional ya es objeto de apañadores de sonidos, naturaleza muerta desprovista de significación.

En este caso, el protagonista, Monti Castiñeiras, no viene a recoger nuestra cultura inmaterial sino el latido de la tierra donde todo empieza y todo acaba. No lo atrae la tradición pero una leyenda lo atrapará en sus garras. Le cuentan en una trincheira de Muxía (lugar de tertulia de lobos de mar) la leyenda de  A Buserana. La hija de un señor feudal de un castelo de Muxía se enamora del juglar trotamundos Buserán, pero el noble prohíbe la relación y envía a sus esbirros para que lo arrojen al mar. Su amada, sin nombre, acude al acantilado del crimen en donde sigue escuchando las canciones del trovador, hasta que éste convertido en ola la arrebata y lleva a sus abismos. Allí viven para siempre, se han ganado la eternidad de las leyendas populares. Al personaje urbano de Monti, técnico de sonido de una productora audiovisual, le encargan un trabajo profesional en la Costa da Morte y le asignan una guía, una «apañadora de aljaso» de Camelle.

Es un ruidero, busca los sonidos de la naturaleza más pura, menos manipulada, como el ingenuo cartero de Neruda. Previamente la cámara nos informa de dos significativos trabajos anteriores, en una de las rapas das bestas de nuestro verano, y una grabación sobre el gallego de tres concejos extremeños, que bien conozco de la mano de mi vecino Floren Figueiras, poeta en dialecto castúo. El paso de las imágenes de la rapa y la visita a la ciudad hasta las costas de Camelle puede parecer abrupta para un desconocedor de la comarca, pero no para nosotros, amantes desde hace años del curro de Vimianzo. Y la cultura urbana está ya demasiado integrada en nuestras villas costeras, para muchos, lugares dormitorio de fin de semana. 

Vilar es un orensano que percibe la Costa da Morte con la mirada de hombre de tierra adentro, en un trabajo sereno, hecho con fascinación y cariño. El territorio interior, la falla tierra-costa, con todo, la tenemos a una escala muy inferior, a una escasa legua de cada uno de nuestros puertos, verdaderas islas en la Atlántida de un país demediado, o más bien terciado. La comarca objeto de filmación es una delgada película de gente que vivía del mar y en el mar, en la que apreciamos una epidermis que hermana a sus hombres y mujeres con puertos cántabros, lusos, bretones, más que con otras zonas de Galicia.

Por eso un lobo de mar como Eduardo Campaña recuerda en su trincheira de O Curbeiro la trágica historia de dos hermanas marineras vascas, las únicas mujeres que vio en un barco. O el poeta tabernero de Fisterra dice que «os de Vigo de Mallas falan coa i». La mirada del director es limpia, no contaminada con superficialidades y prejuicios naturalistas. Se dedica a la noble tarea de documentar, cámara y mopa en ristre, como el romántico obsesionado con las voces del misterio. Sturm und Drang, tormenta e ímpetu, podía ser un subtítulo adecuado a esta travesía romántica por el amor y la muerte. Que hable la gente, que resuene la voz escondida, solapada, de la tierra nutricia, que Proserpina resurja de los palacios de Plutón, como versaba el gran Lawrence. 

Las imágenes de la sirena camellana nos evocan creaciones de otros ámbitos, como el comic (De Profundis, Miguelanxo Prado). En O Curro y Carrofeito (Arou), donde mi abuela iba a «apañar trapos» en el carro de vacas para abonar la tierra (menos el día de san Bartolo, que anda el demonio ceibo 24 horas), nuestra Marta finisterrana emerje del mar y acompaña al Buserán desnortado y resacoso a un viaje iniciático. Ella será una excelente guía, pero nunca bajó a la Furna da Buserana a escuchar la canción del trovador, que me evoca otros relatos similares en el rural ruso o irlandés. Nunca llevó a nadie a las cumbres del monte Pindo, ni tampoco alcanzó a ver la tierra en donde vive y trabaja con aquella mirada marcada ya por los pasos de forastero. Sí, gallego pero de fóra, de arriba.

Ella descubre con él otro país, otra cadencia sensorial para aprehender el mundo más cercano, quizás recuperando una infancia no tan lejana. Los dos se integran en un trabajo ya compartido, se enamoran de él y de la Costa da Morte. Se entienden, se necesitan. Los dos son hijos del silencio y la fatiga de sus matrimonios, salen del árbol caído de la misma depresión nihilista de la clase media nacida en las ruinas del siglo pasado. La casa-icono donde Bergman, Antonioni, Tarkovski revelan las miserias humanas buscando la complicidad de los rostros de sus actores fetiches es una gaiola opresiva, asfixiante, donde habita un silencio desgarrado, desganado; de miradas frías, sin vida. Es la habitación solitaria y sombría de Susurros y Silencios.

Aquí, con Monti Castiñeiras y Marta Lado, el director arma su tinglado como el demiurgo, mueve sus marionetas sobre brasas que no solo son extras, sino una niebla perturbadora, penetrante. Los saca de sus casas, de sus vidas y los arrastra como el espejo de Stendhal. Los paisajes, los sonidos, la música, las voces humanas, los ruidos, el hilo conductor del agua, las campanas anunciando una tragedia, todos son elementos actores en la complejidad de una trama aparentemente simple, pero llena de significaciones. Wenders, Bergman, Tarkovski; como sus maestros, Vilar hace una película de cámara. El visor es un apéndice de los dos protagonistas, una sombra que los sigue, una negra sombra que todo lo devora hasta la consumación de sus derrotas, por negarse a sí mismos en la hecatombe de clamor y homenaje.

En nuestro autor y en obras de los citados apreciamos la insondable soledad de sus mujeres, la justa medida de la filmación y sus efectos, la contraposición del ser humano en una naturaleza tremenda, brava, indómita. Surge en este caso una atmósfera de puro cine, hecho en Galicia, con humildad y con fuerza. Sturm and Drang. En la abrumadora belleza, en el golpear de los caballos irredentos del viento y del mar sobre la pareja de amantes sin querer (que no saben amar) nos vamos sumergiendo en mares de algas y sensaciones sensoriales que convierten la sala en una furna, un coído. En Offret, nuestro caro cineasta ruso, y del mismo modo Vilar en Sicixia, intentan sacar al exterior a los actores evitándoles su asfixia cotidiana. El exterior de la casa es el corazón de la película, su ser; y sin embargo la cámara penetra en los abismos interiores de los protagonistas y en las miserias de nuestros días.

La relación de los dos personajes con la naturaleza es brutal, agónica. También el infierno de la aparentemente complaciente vida de Marta y su marido bancario y cornudo, o el miedo a la negación de la tribu. Cuando él le pega a ella, «xa tardaba». El amo, el poseedor por derecho no puede dejar que el mundo se le ría en su puta cara, que ella pasee sus engaños como si nada. El estreno del filme el día contra la violencia de género es así una nueva bofetada a la permisiva sociedad que no condena, que no respeta, que obliga opresivamente con su silencio sonoro.

El autor nos aporta un uso simbólico y representativo del sonido, pero también del color. La falta de luz, la penumbra, el silencio, ocultan lo visible y no aceptado. Los demonios del atormentado Monti son las ruínas visitadas de noche para fumar y husmear. De nuevo Wenders, Tarkovski, acompañan al crítico comedido, con la cara oscura de la Costa da Morte, el urbanismo atroz, la «desfeita» de las villas costeras; o a esa ciudad de la cultura desenfocada en la neblina, levantada en el desierto mientras se derrumba el patrimonio. El rápido abandono de la zona habitada (y difícilmente filmable) es una obligación para huir a escuchar sonidos a los más escondidos parajes. Donde solo hay penedos y leyendas fluye el amor inconsciente, la pasión limitada en su desbordamiento. La cámara acompaña al técnico de sonido; no vemos al cameraman pero está, es el ángel de la guarda, testimonio de la sorpresa, el deslumbramiento de los actores, de la pasión-tragedia. Cuando falla la fotografía, cuando no tenemos imagen del actor por los «carreiros» de los acantilados, éste pierde el paso. Lo perdemos. 

A Marta el forastero le descubre la falsedad de su vida. Los suyos le afean su pecado, le recuerdan sus obligaciones de mujer, de esclava poseída. Pero ella demostró su fuerza cuando eligió su oficio contra viento y marea, contra toda opinión. Monti le pegunta por qué le ayuda como guía. En su contradictoria respuesta, Marta no nos engaña; al decir primero que la «mandaron», luego que ella escogió la oferta, sabemos que la verdad es la última palabra. Entendió la ocasión como una salida a su hastío. Se sabe valiente y quiere respirar libertad. Ella que tiene agallas de rana, que es reina y sirena en las profundidades. Espera y no espera, ella es vulnerable y él contradictorio; pero ella está viva y él muerto, es un vagabundo en una patria en donde la mujer es poderosa, conoce los caminos sobre la tierra y bajo el mar. El pueblo, la familia, los amigos, son las voces del nuevo señor feudal que se opone al triunfo del amor por encima de las convenciones. El corifeo órfico pide la muerte de Buseran@. Ella es el cordero del sacrificio, asesinada por la tribu y por la falta de fe, el desencanto, la cobardía de un amante moribundo en vida.

Ella le explica que allí las mujeres están acostumbradas a estar solas, porque tienen a los hombres en el mar. Ella no entra dentro de este grupo, pero sí es hija de la soledad. Aquellos días que pesaron tanto, aquel maldito viaje a la Furna da Buserana en donde no lograron escuchar y recoger la voz de las profundidades son su arrebato de vida, su momento más cerca de las puertas del paraíso, el grito de sus cuerpos en el silencio de las almas. Ella pasará, pero no su historia. 

Hay dos escenas llenas de fuerza y significación. En la cima del monte Pindo se alcanza un clímax de pasión, de libertad y magia. Quizás no sepan que están en el momento más feliz de su vida, pero lo presienten, ella lo intuye. ¿El último? Lessing y Nietzsche son buenos compañeros en las alturas, los seguí en mi poemario dedicado al monte mítico. Los filósofos hablan del problema de los que aguardan, los espíritus libres (Der Freigest) que nacen cuando el espíritu elevado encuentra la vista despejada en las alturas. Lo expresa Fausto. La razón superficial (Vondergrund) lucha con la Grund (razón de fondo), el motor de la acción.

El cinismo de Hamlet-Monti, la locura de las grandes amadoras (Inés de Castro, doña Juana). Hay alturas del alma que hacen que, vistas desde ellas, hasta la tragedia deja de producir un efecto trágico. Es la duplicación del dolor. La segunda escena es el inicio del fin, la clave de la tragedia, con mi faro de Camariñas como telón de fondo; una disputa en donde vence el silencio del cobarde y desolado Monti, sin capacidad de reacción, de recuperar su destrozada vida llena de engaños. Aunque expulsen la naturaleza con la horquilla, ella vuelve; nos recuerda el inmortal Horacio.

Marta camina por un país ya irreconocible para ella, con la seguridad de la hija mutante de Stalker por la Zona. Su angel berlinés en las ruinas de todo no es nada sin ella. Lo sabe, pero no se atreve a reconocerlo, le abruma lo que descubre. No la encuentra y se va solo a por la luz en la ceguera. No lucha, no espera. Podemos pensar que busca la muerte pero más bien sufre el mal del azar (¿tiene leyes?), la condena del torpe, el ignorante descreído. Ella dice «hai cousas que non se pensan coa cabeza»; pero sabe que él va a marchar, es ave de paso. ¿Y después? Nada, otra vez nada. El macho entre visillos, la tribu. No puede acabar bien, la conclusión es ya una sentencia, resuelta en los preliminares. Ella ha sido condenada, como tantas madres y abuelas en tiempos de cóleras y hambres. Él es resultado de sus contradicciones, no sabe querer ni compartir, es el macho vulnerable posnihilista que rompe por sus fragilidades. Quiere ir solo a por el mito, y la leyenda lo devora; por maldito, por espurio.

El registrador de las evidencias físicas sin propietario acaba sucumbiendo por lo telúrico. Las piedras erosionadas por el viento, la lluvia, el tiempo, no son criaturas de los dioses. Las mareas van y vienen con leyes y mediciones, sin misterio. La Cova da Xoana es un fenómeno geológico. Las barcas de piedra no flotan. Los trabajos y los días de los hombres y mujeres del Finisterre ya están guardados, detenidos, retenidos. Solo falta la canción del trovador. Buserana, desde el mar, en su lancha, va en busca de Buserán. Él ha sido torpe y cobarde; ella, la víctima maltratada físicamente por el macho, poseedor absoluto y con el derecho pleno, regalado por la tribu y el clan (su marido). La mujer herida por el amante incrédulo no renuncia al amor, aunque tan solo sea una leyenda. Ai Buserán, meu Buserán!

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